ANÁLISIS: CULTURA CIENTÍFICA Y NATURALEZA DE LA DIVULGACIÓN
Los juegos del lenguaje científico

La definición de la actividad profesional del científico pasa por una serie de discusiones sobre su delimitación. Es una toma de postura esencial para definir la práctica científica. El autor, biólogo e investigador en el Museo de Ciencias Naturales (CSIC), reivindica una visión de la divulgación que no genere perspectivas falsas, ya que la ciencia no es el objeto ahistórico, apolítico, neutral y universal que se insiste
en presuponer.

, biólogo e investigador en el Museo Nacional de Ciencias Naturales (CSIC)
19/07/07 · 0:00
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SALTA

Es una verdad elemental
que quien mejor puede entender
el conocimiento es
quien lo produce. Sin embargo,
vivimos en un estado de desarrollo
del conocimiento donde la
complejidad que se trata de abarcar
es tan grande que conduce inevitablemente
a la hiperespecialización.
Una condición necesaria que queda
expresada en el dicho: ‘sabio en poco,
ignorante en mucho’.

¿Qué sentido pueden tener, en estas
condiciones, palabras como ‘cultura
científica’ y ‘divulgación’? ¿Es
posible ‘saber en amplio aunque ignorando
en profundo’? Y si eso fuera
posible, ¿qué condiciones se le
impone a ese ‘amplio’ en términos
de rigor, operatividad y capacidad
de aplicación? ¿Es posible concebir
un conocimiento que sin ser profundo
sea válido? ¿Un conocimiento
que nos deje en condiciones de ser
críticos con él mismo?

Por otro lado, es un hecho empírico
que no hay un ‘saber apacible’.
La discrepancia es uno de los motores
del conocimiento. Conocer y explicar
es un camino interminable. Si
no fuera así, hacía tiempo que la
profesión de investigador habría dejado
de tener sentido. Conocer es
luchar contra la naturaleza y contra
nosotros mismos, nuestros prejuicios,
nuestras limitaciones teóricas
y metodológicas.

Si esto es así, ¿qué razón de ser
tienen esos volúmenes o esos artículos
que ofrecen vastas obleas de
conocimiento, con un valor definitivo,
como si fueran formas sagradas
del saber? Hay que ser muy cauto
con la validez de algunos contenidos
en los textos de divulgación.

Los pecados de la
literatura científica

De los muchos aspectos de los que
suele pecar la literatura de divulgación,
existen dos especialmente
mentirosos. Por un lado, la idealización
del investigador a través de la
cultura de la imagen y la canonización
de sus cualidades extrainvestigadoras,
que suelen tener poco que
ver con el saber mismo. A ello, se
une la legitimidad que su éxito investigador
le da para opinar (o pontificar)
sobre cualquier otro aspecto
fuera de su especialidad.

Ni la perversidad de un investigador
puede cuestionar la evidencia
empírica o experimental que
ha obtenido, ni la bondad de otro
convertir en cierto un resultado
defectuoso. Cuando un texto empieza
con el ‘laudatio homini (o femini)’
hay que echarse a temblar.

No vamos a hacer un listado de
personas brillantes en su especialidad
y cretinas perfectas fuera de
su ámbito de estudio. La lista superaría
los bíblicos setenta veces
siete. Pero no conviene olvidarlo.

Por otro lado, el fenómeno de
disolución de la precisión y rigor
del vocabulario científico llega a
su extremo en el discurso de las
pseudociencias. Cuando un concepto
se utiliza como metáfora para
diferentes objetivos deja de ser
un concepto útil para el conocimiento.

No cabe duda que hay una
mejora metodológica y conceptual
cuando se pasa de expresiones como
‘el miedo al vacío’ al concepto
de ‘presión atmosférica’ y se le pone
una escala de medida. Lo importante
de los conceptos científicos
es que tienen un campo restringido
de aplicación y un sentido
preciso. Desnaturalizarlos utilizándolos
en otros contextos no da
rigor al que lo utiliza, aunque pudiera
parecerlo.

La búsqueda del libro ‘vendido’

Hace unos años tuvo bastante éxito
editorial un libro publicado por
el jesuita francés Pierre Teilhard
de Chardin titulado El fenómeno
del hombre. Esta clase de libros
que mezclan hechos empíricos y
una verborrea confusa pueden dar
la impresión de gran profundidad
y saber trascendente. Al ‘venderse’
como un libro científico y por un
científico -Teilhard de Chardin así
se autodefine en el prólogo- se le
pretende una garantía especial, de
la que pudieran carecer otros, si el
autor fuese, por ejemplo, periodista.

El problema del libro de
Teilhard de Chardin es que deja
al lector inane, incapaz de ir más
allá e incluso más acá (sic) de
aquello que declara. Es un estilo
de libro que pide aquiescencia
acrítica, revestido de una pátina
de ‘sabiduría singular’, como los
libros de pretendida sabiduría
oriental ‘a la Krishnamurti’ u otras
variantes locales de gurús, que
lanzan certezas a diestro y siniestro
sin molestarse, no ya en mostrar
la génesis empírica de su saber,
ni tan siquiera el encadenamiento
racional que ha conducido
a él. Porque si de lo que hablamos
es de ‘iluminaciones’, entonces
cada cual tiene derecho a la suya,
aunque no sea verificable.
Otro ejemplo clásico de verborrea
fue El Mono Desnudo de Desmond
Morris, muy en la línea de
afirmaciones gratuitas como la del
especialista Frans de Waal: “... la
guerra de Iraq es como un conflicto
de primates, que solucionan buscando
un chivo expiatorio”.

La buena divulgación es la que
presenta la interpretación desde
puntos de vista contrarios o alternativos,
critica la reedificación de
conceptos y nos da la información
necesaria para entender sin loas
ni peroratas literarias. Pero, sobre
todo, es aquella que nos deja
preparados para ejercer nuestro
sentido crítico.

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