Cuando las promesas electorales se convierten en afirmaciones publicitarias que no traspasan el ámbito de su propia enunciación.
Hace ya varias décadas, el historiador estadounidense Daniel Boorstin acertó a definir una de las características más relevantes de la vigente publicidad en los siguientes términos: «El arte del anunciante consiste en hacer afirmaciones persuasivas que no son ni verdaderas ni falsas. El anunciante exitoso es maestro en una nueva clase de arte: el arte de hacer que las cosas sean verdaderas afirmando que lo son». A lo que el francés Jean Baudrillard añadía una década más tarde: «La publicidad no nos engaña: está más allá de lo verdadero y lo falso. Y ello por sencilla razón de que ya no hay original ni referencia real».
De este modo, ya tenemos especificado lo que la publicidad trata de hacer a diario con cada uno de nosotros. La publicidad, como dice Baudrillard, no nos engaña sencillamente porque no existe nada previo a propia publicidad: esto es, un producto que la publicidad se limite a anunciar, un servicio del que el anuncio sea el mero portavoz. La publicidad crea su objeto, la marca, en la misma medida que lo publicita. Y así, el consumo que alienta a cada instante la publicidad se reduce en última instancia a un voluntarioso deambular de marca en marca, y a través de las sucesivas reencarnaciones que adoptan las diferentes marcas, las cuales continuamente se nos escapan puesto que se trata de creaciones de la propia publicidad.
Hasta aquí las cosas no son tan trágicas como parecería a primera vista. El consumidor contemporáneo: esto es, ese ciudadano travestido en consumidor por obra y gracia del sistema, hace tiempo que ha descubierto el truco, y ahí están esas esforzadas amas de casa que comparan en el supermercado del barrio cada bote de café soluble o cada envase de sopicaldo antes de decidirse por el que parece ofrecer calidad al mejor precio. Y ello sin tener que referirnos a esos duchos prosumidores que, antes de decidirse por el hotel de sus vacaciones familiares o por el modelo de coche que hay que adquirir sí o sí a la vista de que el actual no aguanta ni un fin de semana más, consultan todas las páginas webs habidas y por haber, incordian a los amigos y conocidos, hasta que finalmente apuestan por el que les parece más razonable según idénticos parámetros con los que la mencionada ama de casa selecciona su cesta de la compra.
Pero la cosa adquiere otro cariz cuando ese «más allá de lo verdadero y de lo falso» característico de la publicidad comercial, esa carencia de referencia real de que nos habla Baudrillard, se introduce en el ámbito de la política. Y ello sucede en primer lugar cuando, como resultado de la sustitución de la propaganda ideológica por la publicidad como instrumento por antonomasia de captación del voto, el ciudadano trata de ser asimilado en las campañas electorales a la categoría de manso consumidor.
Es así como las promesas electorales se convierten en afirmaciones publicitarias que no traspasan el ámbito de su propia enunciación. El partido A puede prometer a sus presuntos consumidores-votantes que, si gana las elecciones, generará X cientos de miles o millones de puestos de trabajo, para olvidarse inmediatamente de la mencionada «promesa» si efectivamente las gana. Y ello porque no se trata propiamente de una promesa evaluable en el ámbito de la lógica ordinaria donde lo verdadero y lo falso significan exactamente lo contrario el uno del otro, sino de una afirmación publicitaria que está por definición «más allá de lo verdadero y de lo falso».
Pero la cosa no acaba ahí. Cuando esta sustitución de la lógica mediante la cual los humanos nos entendemos por la pseudo-lógica publicitaria trasciende el ámbito electoral y termina por presidir el acontecer político de cada día, el resultado final es que dicho acontecer se ha transformado en una gigantesca escenificación donde los contendientes debaten en torno a cuestiones que afectan a la vida de todos nosotros. Pero, desde el momento que tales debates están presididos por la pseudo-lógica publicitaria, no trascienden la esfera de su propia proclamación, y actúan en último término como pantalla que trata de ocultar ante los ciudadanos-consumidores la colusión estructural que existe entre unos y otros.
Es así como se instaura el reino de la publipolítica. Un universo neo-real donde los verdaderos acuerdos se toman fuera de los focos, y donde la política se reduce a una escenificación presidida por la pseudo-lógica publicitaria que, puesto que pertenece a otro tipo de lógica, deja de tener de validez desde el momento en que se pasa del espacio «más allá de lo verdadero y de lo falso» de la publicidad a la realidad de cada día.
Afortunadamente, el movimiento de los prosumidores se está extendiendo al ámbito de la política. Son cada vez más numerosos los ciudadanos que abjuran de la condición de consumidores pasivos a la que los conduce el sistema y aspiran a recuperar la política frente al imperio de la publipolítica.
Dicho de la manera más simple: la gente frente a la casta.
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