Las tiendas marca

La publicidad ha sido capaz de crear mundos ficticios identificados emocionalmente con determinadas marcas.

, autor de 'Comprender la publicidad'.
20/04/16 · 8:00
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Primero fue el Marlboro Country. Ante los ojos más o menos obnubilados del contemplador-fruidor de la publicidad, lo que en sí mismo constituía una creación imaginaria –la identificación de una determinada marca de cigarrillos con el mundo del lejano oeste, que antes había popularizado el cine de Hollywood– se dotaba de una realidad geográfica que incluso daba lugar a todo un cortejo de actividades promocionales, a través de las cuales los agraciados podían constatar frente a los escépticos que ese país de Marlboro realmente existía y que estaba ubicado, para más señas, en un determinado lugar del territorio estadounidense.

Paralelamente, y desde un planteamiento en cierto modo inverso, surgieron los Disney Worlds. Ya no se trataba de dotar de realidad material a unos mundos imaginarios creados por la publicidad con relación a determinadas marcas, sino de establecer un territorio en el marco del cual ciertos personajes de la ficción aposentaran sus reales para dotarse de una realidad que, sin perder su naturaleza fantástica, pudiera trasponerse a las marcas comerciales. Y así, los personajes de carne y hueso de Disney, tal como se escenifican en sus territorios de fantasía, confieren hoy una dimensión imaginaria a toda clase de productos.

Los espacios-marca han derivado en las tiendas-marca, algo que explica las colas en las tiendas iPhone

Ambos precedentes confluyen en las actuales tiendas-marca. Espa­cios bien reales, situados en los lugares estratégicos de las grandes ciudades, no tanto destinados a exhi­bir los productos de una determinada empresa amparados por la correspondiente marca, sino a escenificar el mundo imaginario creado con relación a dicha marca a través básicamente de la publicidad, de modo que éste adquiera una dimensión de realidad que trasciende la simple ficción publicitaria.

La derrota de lo real

De este modo, el individuo que visita una de estas tiendas-marca escapa de modo sutil a la categoría de comprador. Su objetivo, más o menos consciente, ya no consiste en elegir entre los objetos expuestos aquel que mejor responde a su específica necesidad, sino en dejarse envolver por la atmósfera que componen las presencias multisensoriales que tratan de escenificar el imaginario de la marca, para terminar por decidirse por aquel producto que expresa con más fidelidad dicho imaginario.

En tales condiciones, las tiendas-marca constituyen la última expresión de una ingeniería comercial que, primero trató de dirigir cada uno de los pasos que da el comprador provisto de su carrito a través de los pasillos de los hipermercados, y que, más adelante, se valió de técnicas seductoras tales como la música ambiental o el llamado marketing olfativo, todas ellas dirigidas a imaginarizar el acto de la compra y a eximirlo de su zafiedad comercial.

Se trata, mucho más allá de ello, de crear un espacio real donde el imaginario ficticio de la marca cobre vida. Y ello en pleno proceso de tridimensionalización del signo/mercancía que ha analizado Felip Vidal en una brillante tesis doctoral.

El resultado es una creciente confusión entre lo real y lo imaginario. Ya no se sabe muy bien si lo real es el producto que satisface una determinada necesidad o la marca que, en la medida que nos proporciona una determinada imagen de no­sotros mismos, es mil veces preferible a cualquier producto. Y ésta es la razón que explica las colas que se forman ante las tiendas marca de Apple, cada vez que la empresa anuncia el lanzamiento de un nuevo iPhone.

Las tiendas-marca son, en definitiva, la consagración del triunfo de lo ficticio sobre lo real. Y en el fondo de ese triunfo se vislumbran las fortunas que se volatilizan en cualquier paraíso fiscal o las cuentas 'b' que se utilizan para fabricar la imagen de ficción de cualquier partido político.  

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