¿Alguna vez has ido al supermercado para comprar un producto y has salido con un carrito lleno?

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El consumidor “relaja su disciplina al comprar”, pronostica para este año la consultora Kantar. También en esa línea, la asociación internacional de marketing Popai describe a un consumidor que intenta olvidar la crisis y deja atrás la lista de la compra como herramienta casera pero eficiente de control del gasto doméstico: “Con una menor planificación previa al consumo, menor peso de la lista de la compra y un mayor gasto por visita a la tienda, es clara la oportunidad de convertir todo esto en ventas”.
También explica Popai que esa oportunidad se ubica, sobre todo, dentro de las paredes del supermercado o la tienda. El 82% de las decisiones de compra en EE UU ya se toman allí dentro, así que hablamos de un breve pero esencial lapso de tiempo en el complejo proceso de consumo. De hecho, un comprador dedica una media de entre seis y diez segundos frente al lineal para decantarse por un producto, explica una investigación realizada por inStore Media y TNS que consiste en seguir el campo de visión de los clientes. En este breve intervalo, señala Patricia Coll Rubio de la UOC, “la intención de compra se incrementa hasta un 44%”.
¿Quién tiene diez minutos?
Mientras, la capacidad informativa de la etiqueta del producto en un contexto de este tipo es casi nula ante el resto de los estímulos que ofrece el propio supermercado. De hecho, el Consejo Europeo de Información sobre la Alimentación señala la escasa influencia del etiquetado nutricional en la decisión de compra. De media, dedicamos entre 25 y 100 milisegundos a leer estas etiquetas, cuando el etiquetado completo de algunos productos requeriría hasta diez minutos de nuestra atención, dice la asociación de consumidores Ceaccu.
El Consejo Europeo de Información sobre la Alimentación señala la escasa influencia del etiquetado nutricional en la decisión de compra
Al final, en el supermercado no hay tiempo ni espacio informativo para que podamos reconstruir la trazabilidad del producto y entender el modelo de producción que hay detrás de él. El supermercado, antes bien, aprovecha un potente recurso del consumo emocional, la señalética mercadotécnica, que se ha centrado en la optimización comunicativa, reduciendo los signos del mercado a su mínima pero eficaz expresión. Al igual que las señales de tráfico, los anunciantes han convertido sus marcas, eslóganes y sellos en símbolos que nos guían no sólo por los pasillos del supermercado sino también a través de un consumo icónico, dirigido incansablemente hacia los dos vectores principales, el confort-exclusividad y la oportunidad-precios reducidos.
Incluso en los productos que supuestamente requieren más información, como los vinculados al consumo responsable, el supermercado y las industrias que lo proveen han sido capaces de introducir un imaginario específico donde lo emocional también arrasa: “El consumo responsable no debe comprenderse como un proceso racional basado únicamente en la información y el acceso a la misma”, dice Paloma Bilbao-Calabuig, de la Universidad de Comillas. “El consumo responsable es también un proceso emocional y muy influenciado por las normas sociales. Los individuos pueden acceder a una información similar, pero sólo algunos de ellos terminan reaccionando a ésta en la forma de conductas de consumo responsable”, señala Bilbao-Calabuig.
El consumo de lo innecesario
Como resultado, casi el 60% de los compradores que entran en un supermercado para comprar “uno o dos productos”, en realidad terminan comprando una media de seis. Quienes entraron tan sólo para mirar, sin una idea clara de lo que buscaban, terminan comprando una media de cuatro. Al fin y al cabo, ¿no fueron esos espacios diseñados minuciosamente para eso, para estimular el sobreconsumo? La pequeña tienda de barrio servía para resolver las necesidades de aprovisionamiento, pero el supermercado abrió una nueva época, la del consumo de lo innecesario.
Justamente por ello el supermercado es, en realidad, muy poco visible. Desde el exterior sólo adivinamos un sitio amplio y lleno de productos, preparado para poner a punto nuestra supuesta libertad de elección. Pero ese espacio implica una forma determinada y precisa de gestionar el transporte de las mercancías, el trabajo de muchos oficios distintos y, en definitiva, el sistema de producción. Como señala el informe Pasen por caja de Setem, los supermercados son la parte visible de un modelo con importantes impactos sociales y medioambientales: “El deterioro de los barrios, la destrucción del pequeño comercio y la explotación de trabajadores y trabajadoras en toda la cadena de producción, también tienen un coste que estamos asumiendo globalmente”.
Así que al final no es sólo un problema de elección, explica Gustavo Duch, editor de la revista Soberanía Alimentaria, que describe las dificultades con las que nos encontramos diariamente para evitar la hegemonía de los grandes canales de distribución. “Nos responsabilizan de que las consumidoras y los consumidores nos alimentamos mal, y nos traspasan la responsabilidad como si fuera una mochila de culpa, pero en realidad nos han cambiado la dieta. Ha habido un proceso por el cual la agroindustria ha modificado nuestra alimentación y nos impone una determinada forma de consumo”, denuncia Duch.
El supermercado, responsable ya del 72,8% de las ventas de los productos alimentarios, ha ido destruyendo en las últimas décadas los canales cortos de comercialización, aquellos que eran más redistributivos, justos y medioambientalmente sostenibles. La ruta del consumo ha pasado a ser la de las grandes superficies. Atención a las señales.
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