Monarquía
Lo demás, 'merde'

Los mensajes de López Madrid muestran una continuidad en las prácticas de la monarquía.

03/04/16 · 8:00
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En tiempos, el soberano soberaneaba. No ocultaba sus mecanismos de poder. En ese sentido, tampoco ocultaba sus mecanismos para enriquecerse. Eran parte de sus atribuciones, era una exhibición de su singularidad. Hoy en día, cuando la soberanía no es tan siquiera una seña de identidad de los Estados, los soberanos deben ocultar gran parte de sus singularidades si quieren seguir con vida institucional.

El ocultamiento de su naturaleza es parte –buena parte– de su singularidad. De hecho, en la monarquía contemporánea española, la ocultación de su financiación, históricamente delictiva, o sensible de ser valorada éticamente, ha sido una constante desde el siglo XIX.

En la monarquía contemporánea española, la ocultación de su financiación, históricamente delictiva, o sensible de ser valorada éticamente, ha sido una constante desde el siglo XIX

Isabel II, verbigracia, es tal vez la primera reina –literalmente; fue el primer monarca que ostentó el título de Rey de España– que fue consciente de la importancia de la opinión pública al respecto y, por tanto, de crear cierta política informativa para modularla. De hecho, intentó ocultar la costumbre heredada de practicar el expolio de Estado, a través de actos públicos que denotaban lo contrario, como la donación de joyas al arca del Estado que, por otra parte, no sólo no compensaban lo extraído, sino que ni siquiera llegaban al arca ésa. La constatación de esos gestos y rasgos para la galería fue una de las causas de su caída.

Su hijo, Alfonso XII, construyó una frontera difusa –muy contemporánea: hacía difusos, también, sus actividades y negocios– entre la monarquía, el Estado y la aristocracia, otorgando títulos de nobleza a los más destacados emprendedores del momento, vinculados a la banca, la industria, la manufacturación agraria, al tráfico de esclavos o a todo ello junto.

Su hijo, ese segundo Borbón desinhibido que siempre sucede a un primer Borbón que vuelve al trono tras ser pillado con el carrito del helado, practicó los negocios con ese mismo target humano, pero de manera, lo dicho, desinhibida, es decir, aún más salvaje. Su acción empresarial, financiera o inversora –o como queramos llamarla sin utilizar el Código Penal– ilustra cómo los negocios privados, si bien translúcidos y discretos, pueden afectar a la política, a la sociedad e, incluso, a la vida biológica.

Sus inversiones en una serie de minas africanas, en una naviera de un aristócrata que accedió al título con su padre y la posibilidad de acceder al pelotazo vía negocios –con otro aristócrata de la misma añada que el anterior– con las vituallas del ejército supusieron el inicio de la última guerra de África, aquella sangría humana. En esa guerra, por cierto, Alfonso XIII, otro monarca sobradamente preparado en el tiempo, también participó como estratega, provocando una masacre espeluznante. Tanto sus actividades económicas como sus actividades paraestratégicas fueron recogidas en el Expediente Picasso, un informe demoledor de la monarquía que debía haber sido leído en el Congreso. Las consecuencias para la institución hubieran sido catastróficas. Lo impidió el golpe de Primo de Rivera, tal vez por eso mismo.

La Restauración de la Monarquía, en el 75, no parece que fuera una ruptura en la concepción del Estado como botín, restaurada, a su vez, en el 39. Un rey cuyo primer sueldo era el equivalente al de un capitán Regional de Región militar llega a amasar una considerable fortuna sin que queden muy claros sus orígenes. No son transparentes, en absoluto, las aportaciones del Estado. Ni, mucho menos, otros tipos de ingresos.

De lo poco que ha publicado el periodismo local, se sabe que personajes como Colón Prado de Carvajal fueron básicos en los momentos refundacionales, a través de negocios de exportación tolerados por el Estado. Posteriormente participan en el enriquecimiento real figuras empresariales creativas, como De la Rosa, Conde, o Polanco. En la reedición de El Precio de la Transición, de Gregorio Morán, el autor sitúa al monarca –el anterior, en el caso de que ese título hereditario admita rupturas generacionales y de cosmovisión, algo que sólo suele pasar en algún drama de Shakespeare–, como el primer comisionista de España.

Sea como fuere, en el haber empresarial de aquel monarca estaba la creación, con fondos otorgados por las extintas cajas de ahorro, de un fondo de inversiones para Arabia Saudí –un país que, por otra parte, no necesita inversiones exteriores, se diría–, creado junto a Corinna.

El caso Nóos, en el que la Fiscalía parece más preocupada en salvar a la Infanta que a su padre –por otra parte, irresponsable ante la ley–, está dibujando unas prácticas habituales en la monarquía pero poco habituales en la información periodística sobre ella.

La monarquía, al parecer, comparte, como en el siglo XIX, el mismo decálogo con los traficantes de esclavos actuales. Parece ser que hay una lógica común entre las élites locales. Lo demás, merde. Si bien parecen constatar, sorprendentemente, que éste es un país difícil.

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