La creatividad se ha convertido en la condición indispensable para cualquier producción.

inforelacionada
Entre la serie de palabras que definen y aureolan al ciudadano posmoderno, seguramente la de creatividad se lleva la palma. El atributo de creatividad viene a constituir una especie de marchamo sin el cual es imposible circular con los debidos credenciales en la escena contemporánea.
Y así, una pieza de diseño se define por la indefinible creatividad que la atraviesa. Como también cualquier conjunto arquitectónico que se precie.
Y en el terreno del arte, ese prurito de creatividad que distingue al artista verdadero –esto es, el que alcanza las mayores cotizaciones en el mercado– ha encontrado en las últimas décadas mil y una formas de expresarse: desde incrustar diamantes en la reproducción en platino de una calavera humana hasta enlatar exquisitos fragmentos de mierda del artista.
Abriendo más el plano, las ciudades de todo el mundo compiten unas con otras con tal de atribuirse el calificativo de creativas, y el concepto ha calado tan hondo que incluso hay quienes postulan la existencia de una pretendida clase creativa, cuyos miembros se caracterizan –a decir de su principal impulsor, el estadounidense Richard Florida– por una permisividad y una apertura mental y de costumbres que los diferencia de los obreros malolientes y de los oficinistas adocenados.
De tal manera que, a decir de dicho autor, las ciudades que cuentan con mayor número de componentes de esta pseudo-nueva clase son las que más consiguen atraer, frente a la decadencia inexorable de las viejas ciudades industriales tipo Detroit, el mayor número de empresas más o menos enclavadas en el terreno de la llamada "nueva economía": designio éste que es, a fin de cuentas, lo que verdaderamente importa.
Pero el tema llega incluso bastante más lejos. Los académicos que trabajan desde hace décadas en el terreno especializado de las industrias culturales contemplan con cierta aprensión cómo su campo de estudio se ve crecientemente invadido por los teóricos de las llamadas industrias creativas.
En definitiva, nos encontramos en presencia de un verdadero culto a la creatividad, que abomina de lo repetitivo, de lo adocenado, de lo atenido a las normas estereotipadas que, según la nueva óptica, se revisten con una pátina de vulgaridad, mientras se ensalza lo único, lo inesperado, lo excéntrico, lo permisivo, lo distinto, incluso lo considerado con arreglo a una moral periclitada como anormal.
Ahora bien, si tratamos de ahondar en las raíces del fenómeno, podemos llevarnos más de una sorpresa. ¿Alguien ha caído en la cuenta de que en el origen de esta moda-religión-culto a la creatividad se encuentra el modesto, y frecuentemente denostado, creativo publicitario?
Un análisis histórico-semántico –sin necesidad de recurrir al testimonio de Mad Men – nos llevaría sin duda a esta conclusión.
Fueron los creativos publicitarios los que imprimieron en el imaginario individual y social –primero en Estados Unidos, luego en Europa y finalmente en todo el mundo mundial– unos ingredientes de creatividad que, referidos a los artículos más prosaicos de nuestra existencia cotidiana, incluían en el seno de la misma unas dosis de permisividad y de relajamiento frente a la vieja moral puritana que, sin duda, contribuían a hacerla más placentera o, cuanto menos, soportable.
Aún está por hacer el gran análisis histórico que nos permita apreciar hasta qué punto la representación imaginaria de existencia cotidiana que ha expandido urbi et orbe la publicidad ha contribuido a aunar unas sociedades por definición insolidarias, donde la competencia a través de los bienes de consumo sofocaba cualquier propósito de integración social.
Y en este terreno, tal vez la creatividad publicitaria, derramada a través de millones de anuncios siempre idénticos unos a otros y siempre distintos entre sí, ha constituido el ingrediente creativo que ha hecho más llevadera la vida de cientos de millones de personas en todo el mundo.
En todo caso, los primeros componentes de la clase creativa han sido los creativos publicitarios. Incluso en las elucubraciones de un Richard Florida, tales creativos son considerados como uno de los ingredientes por antonomasia de esa pretendida clase, que intenta dejar atrás las categorías establecidas.
Ahora bien, este origen publicitario de la clase creativa pone de relieve los límites de la permisividad de la que ésta hace el estandarte. Porque, dicho con una frase: todo está permitido… a condición de no transgredir el orden invisible que nos impone, sin que seamos conscientes de ello, el discurso repetitivo de la publicidad.
comentarios
0