De repente, el último verano (televisivo)

El autor analiza la evolución del árido paisaje en el que nos introduce la televisión en verano.

, escritor
26/07/14 · 8:00

Érase una vez. Una voz chisposa te empujaba a cruzar el dintel de una imagen imposible atrapada en la pantalla. Un escorzo de algo irreconocible, como si un neófito sin dominio de la materia intentara identificar el sotobosque celular a través de una lente de aumento. Una misión secreta transmitida sigilosamente en el momento menos esperado. Esa voz te daba cinco segundos para imaginar. Así, en general; una especie de ultimátum de mañana, avieso y travieso. Uno no tenía que acoplarse a ningún modelo, no tenía que seguir las líneas de puntos ni colorear en el interior de una silueta troquelada. Tan sólo imaginar, maniobrar por la pista y ensayar un despegue azaroso. La verdad estaba ahí fuera y la pantalla se mostraba cómplice de esa verdad al advertirte que si no se te había ocurrido nada –es decir, si no habías podido hacer otra cosa que permanecer pegado a la evidencia, incapaz de imaginar, de reconstruir y así subvertir aquello que veías– a lo mejor deberías ver menos la tele. El pronóstico sobre la relación entre la televisión y el televidente permanecía reservado, pendiente de la capacidad que uno mostrara para desprenderse de ciertas dependencias pasivas y tentaculares. A todo esto hay que añadir que la noche anterior te ibas a la cama azorado, golpeado por una realidad sucia que se mostraba sin tapujos y sin tules de espectáculo. Te marcabas un programa doble con Carvalho y La huella del crimen y, al despertar, la televisión matinal y supuestamente infantil te asestaba esa bofetada: a lo mejor deberías ver menos la tele.
 

El ente público era una especie de mundo que se veía despoblado cuando las condiciones se hacían adustas

Ese tenebrismo televisivo entraba en coma cuando penetraba en el trópico de los acontecimientos: las bajas presiones veraniegas, la ociosidad indolora tan sólo perturbada por la transpiración de los ciclistas y las polvorientas heroicidades de los vaqueros de turno, sospechosamente replicadas de un año para otro. El ente público era como una especie de mundo, un planeta con sus estaciones y hemisferios que se veía dramáticamente despoblado cuando las condiciones se hacían adustas y calurosas. Desde entonces –o antes, no consigo recordarlo, no tengo recuerdos de estar vivo antes de que hubiera televisión– el verano era un apocalipsis de ida y vuelta: no pasaba nada, ni a un lado ni al otro de la pantalla. La realidad disminuía sus constantes vitales y penetrábamos en una interzona cuyo grado de significación descendía a medida que la temperatura exterior aumentaba. Si uno se hubiera permitido un sólo instante de frialdad paranoica hubiera imaginado todo eso que antes le parecía imposible: imaginar tretas diabólicas y encubiertas diseñando el futuro orden mundial mientras la humanidad y el simulacro televisivo palidecían bajo la caldeada troposfera.
 

Ahora sabemos que la realidad no sucumbe a las variaciones climáticas, sino que es un clima en sí misma

La abyecta decadencia del medio televisivo en España (ese ente que siempre ha sido público, por mucho que sus monstruos se gesten en privado) ha seguido alimentada por la convicción de que al otro lado de la pantalla se establecía ad infinitum una correlación diáfana con la realidad morosa y desconchada: si nada se mostraba, nada pasaba. O mejor aún, tan sólo pasaba aquello que se mostraba. Ordine televidens demonstrata. Y ahí sigue: casquería competitiva, pornografía caritativa y jolgorio pueblerino (queridos súbditos de la realeza divina) son las recetas cocinadas con más determinación en esta enésima rampa de lanzamiento al vacío estival. Del resto no hay noticias o, en todo caso, hay noticias leves, translúcidas o deformadas. La única diferencia (única e irreductible, en plena posesión de su singularidad, como hubiera dicho Max Stirner) es que ahora todos sabemos que nunca dejan de pasar cosas y que muchas lo hacen de forma im-(pre)-visible. Que la realidad no sucumbe a las variaciones climáticas, sino que es todo un clima en sí misma. Monzónico, salvaje. Nosotros hemos aprendido a surfear y a sumergirnos a pulmón libre en esas condiciones mientras, al otro lado, la televisión languidece y trapichea imágenes narcóticas con ella misma como única cliente-víctima. La televisión ha muerto, larga vida a la televisión.

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