Hay una institución apenas tocada por el ejercicio crítico de esta marejada iniciada con el 15M: la ciencia.
La Cultura de la Transición (CT) ha hecho fortuna como concepto que describe de manera sintética las últimas tres décadas de la vida política y cultural en España. Una figura que evidencia una brecha generacional sobre las formas políticas de quienes sellaron el pacto constitucional y quienes reconocen los límites marchitos que aquél impone. La nueva atmósfera política ha dejado en evidencia la incapacidad de esa cultura transicional caduca, carente de imaginación, propuestas y esperanzas. Y lo ha hecho con un genuino gesto de inventiva que ha recreado los lenguajes de la política, los lugares donde ésta se desarrolla y las infraestructuras que requiere: asambleas en la calle, relatos por Twitter, desahucios por streaming... El 15M nos ha mostrado otra manera de hacer política a través de un ejercicio experimental, un calificativo que no usamos metafóricamente sino como una declaración literal. La CT ha sido arrinconada por un ejercicio de experimentación política que se instala en el disenso y la transparencia, en el gesto del cuidado y en el ambiente de la apertura.
Intocable
Esa nueva atmósfera no ha dejado títere con cabeza y ha puesto en evidencia las principales instituciones de nuestra sociedad: partidos políticos, medios de comunicación, sistema bancario... Pero hay una institución apenas tocada por el ejercicio crítico de esta marejada: la ciencia. Las movilizaciones de la academia que hemos visto recientemente son una respuesta urgente y perentoria a un proceso de segregación social en la universidad y precarización generalizada de la investigación. Un intento por parte de la política de siempre de ahogar los escasos lugares donde florece, en ocasiones, cierta autonomía de pensamiento y alguna lucidez crítica. Pero esas movilizaciones no pasan de un ejercicio defensivo de unas instituciones que rara vez se vuelven sobre sí mismas para reconsiderar la responsabilidad que tienen con el mundo que habitan: la tan cacareada responsabilidad social de la ciencia. Asaltada por las reformas neoliberales, minada su autoridad, deslegitimada por su ausencia de motivos claros, la ciencia resulta cada vez más irrelevante, sin propuestas que hacer ni esperanzas que ofrecer... Ha llegado el momento de aventar la universidad, airear las instituciones científicas, mostrar su pluralidad y, ¿por qué no?, sacarlas a la calle como las asambleas hicieron con la política.
Muchos proyectos activistas de investigación llevan tiempo explorando esas lindes. Las precarias que derivaron en Lavapiés años atrás nos mostraron cómo repensar la investigación desde la política y otros como el Colectivo Situaciones ha hecho con la investigación militante una crítica que reclama un activismo volcado en la investigación y una investigación comprometida políticamente con su papel en el mundo. La expansión de formas de ciencia ciudadana nos enseña que cada una de nosotras puede convertirse en productora de conocimiento y generadora de saber y las asociaciones de pacientes u otros grupos concernidos con su salud nos señalan cómo hibridar investigación rigurosa y militancia de una manera virtuosa. Pero a menudo el gesto de la investigación militante pasa por el abandono de las instituciones de conocimiento legitimado para emplazarse en sus límites.
Creemos, sin embargo, que no basta con habitar esos márgenes; en estos momentos de corrimientos de tierras institucionales necesitamos pensar cómo sería renovar radicalmente el pacto de la ciencia con la sociedad. Necesitamos un ejercicio de democratización similar al que las culturas de la experimentación reciente han traído para la ciudad y la política. ¿Cómo podríamos hacer de las ciencias un espacio de expansión de la democracia? Una pregunta en la que nos va el tipo de sociedad que queremos y el tipo de vida que deseamos.
Democratizar la ciencia
Las asambleas y su marejada han alumbrado una cultura de la experimentación política destinada a renovar la democracia que nos proporciona inspiración para realizar un gesto inverso, el de politizar la experimentación para democratizar la ciencia. Si la academia quiere seguir subsistiendo ha de reelaborar radicalmente su relación con la sociedad, y la única manera de hacerlo es renovando las preguntas a las que se quiere enfrentar. Quienes habitan la academia deberían comenzar a reconocer que el conocimiento ya no se produce sólo en las instituciones reconocidas sino que los saberes se encuentran más diseminados de lo que habíamos pensado.
Si la CT señala el declive de una cultura caduca, las Culturas de la Experimentación (CE) nos prometen la posibilidad de renovar nuestro compromiso político. Este pasa por ‘okupar’ la academia con nuevas esperanzas y airear la ciencia con nuevos desafíos en un ejercicio de apertura que reconozca el estatuto controvertido de nuestras formas de conocer y que deje espacio para otros saberes, porque de lo contrario éste no será nunca un proyecto común.
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