Propiedad Intelectual: estrechando los límites
¿A quién pertenece Cervantes?,
y ¿quiénes son los
dueños de El Quijote?,
¿quiénes poseen el derecho
a controlar si podemos colocar
en nuestra web una imagen de Las
Meninas de Velázquez?, y ¿quién tiene
el derecho a decidir si podemos, o
si no podemos, leer en un parque público
ante todos Hamlet de Shakespeare
o Cien Años de Soledad de
Gabriel García Márquez?, ¿o a tocar
Los jardines de España de Falla?...
Preguntas simples a las que responden
leyes complejas, como lo son todas
las de propiedad intelectual.
Las obras son de su autor, que
cobra por que se lean, se impriman,
se escuchen, etc. y cuando éste
muere, sus descendientes siguen
recibiendo remuneración por ellas
durante 70 años más. Después pasan
al dominio público, que significa
que nos pertenecen a todos.
Cualquiera puede entonces copiar
las obras de Cervantes o de Falla,
editarlas y regalarlas o venderlas.
Las leyes de propiedad intelectual
han tratado de mantener siempre un
equilibrio entre el derecho de los autores
a cobrar por su trabajo, y el de
los ciudadanos a acceder a la cultura
y a usarla. Pero con cada uno de los
cambios realizados en las últimas décadas,
en estas leyes se recortan los
usos legítimos que los ciudadanos
pueden hacer de las obras culturales,
se limitan las posibilidades de participar
de forma activa en la cultura
(y no como simples consumidores
de contenidos), y se estrechan
los márgenes de lo posible.
La actual reforma de la ley de propiedad
intelectual se encamina por
esa senda, al igual que otras reformas
similares realizadas en los últimos
tres años en toda la UE. Uno de
los cambios fundamentales que introduce
la ley es la extensión del canon
a los soportes digitales (CD,
DVD, Mini-Disc, etc.). Aunque este
tipo de discos pagan el canon desde
2003, no estaba recogido en la ley.
Un segundo cambio notable, y al que
se opone la principal entidad de gestión
de los derechos de autores, la
SGAE, es el mecanismo para establecer
la cuantía de ese canon. Si no
hay acuerdo entre las partes que deben
negociarlo se puede recurrir a
una comisión arbitral. Es decir, que
el Estado tome parte para fijar el
canon, mientras que antes era un
asunto que establecía la SGAE en
negociaciones privadas.
Ante estos cambios, el presidente
de la SGAE enviaba a sus artistas
asociados una carta donde les alarmaba
de que la reforma es “el ataque
más grave a nuestros derechos desde
la instauración de la democracia”,
y calificaba de “retroceso cultural” lo
que en realidad es un cambio en el
sistema que regula los ingresos que
reciben. Nada que ver con la cultura.
Las empresas de tecnología (ASIMELEC,
AETIC, etc.) y las asociaciones
de usuarios (Asociación de
Usuarios de Internet, Asociación de
Internautas, FACUA, etc.) también
se quejan de que “se penaliza (en beneficio
de unos pocos) a todos los
usuarios” con un canon sobre discos
y aparatos electrónicos que consideran
“indiscriminado”. Aunque el canon
no es el único tema importante
de la reforma, para casi todos el canon
es su caballo de batalla.
El razonamiento del canon es simple:
los usuarios deben pagar cuando
hacen una copia por el posible
perjuicio que causan a los autores,
porque cuando se copia se deja de
comprar la obra que se copia.
Este argumento se ha ampliado
hasta un extremo que muestra su
perversión. En el caso de los iPod, y
otros reproductores de música digital,
el razonamiento es que como
pueden grabar canciones deben pagar
un canon. La SGAE presentó en
febrero una demanda contra Apple
en un juzgado de Madrid por negarse
a pagar por sus iPod.
Aunque uno compre una canción
en una tienda de Internet, en la cual
se establece que es legal copiarla desde
el ordenador a un reproductor
portable, debe pagar un canon en el
reproductor por hacer esa copia. Y si
hace una copia del compacto al ordenador,
y de ahí la pasa al reproductor,
debe pagar igualmente. No importa
que ya haya pagado por esas
canciones en la tienda en Internet o
en la tienda de discos.
El problema, a fin de cuentas, es
que las leyes de propiedad intelectual
y copyright siguen fundamentándose,
como cuando nacieron hace
tres siglos, en el concepto de copia
para construir la regulación de la cultura.
Sin tomar en consideración los
cambios tecnológicos y sus implicaciones.
Parece que resulta más fácil
modernizar y adaptar a las leyes que
regulan las concepciones de las naciones
y nacionalidades, que las que
regulan la cultura y sus usos. El planteamiento
es sencillo, que la sociedad
se amolde a la ley, antes de que
la ley se amolde a la sociedad.
DRM: TECNOLOGÍA PRIVATIZADORA
_ ARTURO BUENDÍA
_ ¿Qué mundo es aquel en el que
la ley prohíbe prestar un libro?
Pues este es el mundo que se
construye para las generaciones
venideras gracias a una tecnología
llamada DRM, del inglés Digital
Rights Management (sistemas
de gestión de derechos). Básicamente,
toda una serie de mecanismos
que permiten limitar los
usos que se pueden hacer de las
obras culturales (canciones digitales,
DVD, libros electrónicos, etc.).
Las leyes siempre se pueden saltar,
pero la tecnología es una
forma de regular más dura, inflexible
y efectiva que la que se logra
con letra impresa en los códigos.
Ésa es la función que cumplen
los DRM, regular los usos de
las obras culturales ampliando
las restricciones de la ley.
Ejemplos de DRM son los sistemas
anticopia de los CD de
música, los sistemas que impiden
copiar los DVD, los que
impiden que se escuchen los
libros electrónicos o que se
presten (literalmente), etc.
En el caso de los libros electrónicos,
por ejemplo, aunque la
mayor parte de ellos disponen
de un sistema que permite
prestarlos (literalmente desaparece
de tu ordenador y
aparece en el de la otra persona),
o escudarlos, las editoriales
los publican con mecanismos
que impiden esos usos.
Y la ley impide que los usuarios
rompan esas restricciones.
Como ocurre con la reforma
actual en el Estado español. Los
artículos 160, 161 y 162 establecen
que son ilegales las tecnologías
que estén destinadas a
romper los sistemas DRM (las
medidas tecnológicas eficaces).
Es una enorme paradoja que
cuando las tecnologías digitales
permiten que modifiquemos
fácilmente imágenes,
remezclemos la música, editemos
videos, reescribamos textos...
las leyes de propiedad
intelectual y las tecnologías
como los DRM establecen un
marco que excluye todas esas
posibilidades creativas.