La noticia se hace spot
Un profesor de la Universidad Complutense de Madrid, Jesús González Requena, lo diagnosticó hace años: el spot televisivo, ese irritante comercial que nos interrumpe cada dos por tres el visionado de nuestra serie favorita, constituye, nada más y nada menos, que el modelo que sirve de patrón a la programación televisiva en su conjunto: la cual se reduce así a una especie de continuum cuya funcionalidad reside en que sea periódicamente salpicada por las correspondientes inserciones publicitarias.
En el caso específico de la información televisiva, es claro que es el comercial publicitario el que funciona de modelo de la noticia periodística, tal y como lo atestiguan hechos como los siguientes: en primer lugar, una noticia televisiva sin la correspondiente imagen es, al igual que un spot publicitario, algo sencillamente inimaginable (y de ahí el dispendio de las cadenas televisivas con tal de disponer de una cámara cercana a cualquier lugar donde pueda surgir la noticia). En segundo lugar, una información televisiva que dure más que el promedio de un spot comercial –entre 15 y 30 segundos– tiene todos los riesgos de ser considerada por la sacrosanta audiencia bajo el apelativo de amuermante. Y en tercer lugar, una noticia televisiva cuyo componente primordial no sea la imagen –reduciendo la palabra a la función subalterna de anclaje, tal como había establecido previamente el semiólogo Roland Barthes– constituye una trasposición aberrante de los modos de la prensa escrita a un medio por definición icónico como es la televisión.
Hace ya bastantes décadas, el visionario McLuhan lo diagnosticó por su cuenta: los telediarios constituyen algo así como una espita de salida a las “malas noticias”, que constituyen en términos generales el ingrediente principal de la actualidad, tal como la entienden y construyen los periodistas y quienes manejan su pluma, para que sean oportunamente contrarrestadas por las “buenas noticias” publicitarias que las encuadran antes y después y que devuelven al buen telespectador a ese remedo del útero materno que supone, para la gran mayoría, la inmersión en la pantalla televisiva; inmersión que, en último término, tiene escasamente que ver con lo que sería la simple contemplación de un determinado espectáculo
El ya mencionado González Requena también lo señaló en su momento cuando trató de concretar los principales caracteres de esta inmersión televisiva, de la cual los telediarios vienen a ser algo así como la “parte seria”: obviedad informativa (los telediarios no solicitan del telespectador la menor lectura interpretativa: los datos están ahí, tal como los refleja la cámara, sin la menor discusión posible); absoluta accesibilidad (basta con tener ojos para recibir el impacto de las imágenes televisivas); sistemática fragmentación (el mundo se reduce a una dispersión de fragmentos inconexos, a partir de los cuales resulta imposible construir cualquier discurso coherente); continuidad permanente (el continuum televisivo debe estar siempre disponible, como ya hemos indicado, para hacer posible lo que constituye su verdadera naturaleza: propiciar las inserciones publicitarias); redundancia sistemática (la televisión siempre “dice”, o mejor calla, lo mismo); y, finalmente, impacto espectacular (de modo que, cuanto más impactante sea la imagen que contenga un telediario, mayor será su valor a la hora de preparar al telespectador para la llegada tranquilizadora de la publicidad).
Es así como se aprecia la definitoria complicidad que existe entre televisión y publicidad. Más bien hay que concluir que el medio televisivo jamás habría alcanzado la penetración que hoy conoce en todo el mundo en ausencia de esa complicidad. Y el resultado se aprecia en la penuria que atraviesa en todas partes la televisión pública.
Los publicitarios lo saben bien: nada más adecuado que un spot de televisión para fascinar –más propiamente que seducir– a la audiencia con relación a una marca, cuya signicidad definitoria –que la distancia y enajena del producto– se construye, a la vez que se muestra, ante los ojos fascinados o simplemente permisivos del telespectador. Y, partiendo de esta complicidad definitoria, es cómo una determinada marca de refrescos puede atribuirse el don de proporcionar felicidad a su destinatario con sólo destapar la botella sin que nadie se desgarre las vestiduras, al igual que una marca de embutidos puede relacionar su consumo con las gracietas que ejecutan ante las cámaras unos determinados actores, sin que nadie se pare a pensar en la relación que pueda existir entre una y otros.
La noticia televisiva viene a ser, así, el calco en positivo de un spot de televisión, de la misma manera que la programación televisiva en su conjunto encuentra su única lógica posible en la publicidad. Y es así como miles de millones de ciudadanos de todo el mundo se acomodan cada noche en el sofá de su living room –decirlo en su versión en castellano no refleja todo su sentido– para participar en la ceremonia que los transmuta en consumidores ansiosos –o aspirantes a serlo– al servicio de la valorización del capital.