El machismo mata
Hace décadas que el movimiento feminista viene poniendo esta idea encima de la mesa: el machismo mata. Parece que en los últimos meses, por la fuerte crisis de régimen que vivimos, por la llegada a las instituciones de nuevos movimientos políticos, por el resurgir puntual del movimiento feminista o por el crecimiento de los asesinatos machistas, esta idea toma más cuerpo que nunca. Quizá por el conjunto de todas estas razones o simplemente porque está de moda hablar de ello, las violencias machistas vuelven a estar en el debate público.
Por suerte (aunque en el fondo por desgracia), los medios de comunicación y las manifestaciones culturales hacen de altavoz para denunciar una tragedia social que las mujeres padecemos desde hace siglos y que, por fin, somos capaces de hacer llegar a millones de personas. El programa de Jordi Évole de este domingo o muchas de las letras del Carnaval de Cádiz que se celebra en estas fechas son buen ejemplo de ello.
Detrás de los más de mil asesinatos machistas que se han producido en este país en los últimos 15 años (más asesinatos que los llevados a cabo por ETA) había mil rostros, mil nombres, mil personas que no conocemos. Detrás de todas y cada una de ellas había una historia de vida, de lucha, de sufrimiento, de miedo. Y hoy sólo nos las presentan como cifras, que al añadir una más no se nota, no se siente. Pero en todos los casos de las que han sido asesinadas y de las que viven en un infierno permanente, hay factores comunes: que las propias mujeres no identifican que son maltratadas, que no tienen garantías de poder vivir con seguridad si quisieran escapar de esa situación y que la mayoría son dependientes económicamente de los hombres que las maltratan. Pero tienen muchas más cosas en común todas estas personas: que son mujeres (sí, las personas que sufren violencia machista son mujeres, por mucho que haya sectores que lo quieran negar) y que sus agresores (en cualquiera de las posibles violencias) son hombres. Y que se sienten culpables, y que se sienten solas. Y que en su vida sufren celos, control, violaciones, manipulación, falta de dignidad, ansiedad, vergüenza, falta de autoestima.
Por suerte, o quizá porque las feministas llevamos décadas insistiendo en ello (que cada quien saque sus propias conclusiones), parece que cada vez más la gente es capaz de identificar que la violencia machista no es sólo el maltrato físico, sino que tiene muchas representaciones. Parece que cada vez más la gente es capaz de diferenciar entre enfermedad y machismo. Parece que cada vez más la gente es capaz de saber que no existe la violencia machista, sino las violencias machistas. Parece que cada vez más la gente es capaz de identificar las violencias machistas como un problema social y no como un problema personal o doméstico. Pero no estoy tan segura de que eso “que parece” sea una realidad. No estoy tan segura de que la sociedad, las instituciones, los partidos políticos sean capaces de ver que debajo de la violencia física, de la psicológica y de la emocional (las tres violencias que se nos describen en el fantástico programa de Évole) hay unas raíces más profundas, un fondo quizá menos dramático (o no), pero más estructural y permanente.
Y es que quizá no es un problema de ser o no capaz, sino de voluntad. Y de eso saben mucho las élites políticas y económicas que se han dedicado a trabajar porque no veamos que las restricciones sobre nuestro propio cuerpo, que nos desahucien de nuestras casas, que nuestros trabajos sean los más invisibilizados y peor remunerados, que los recortes en sanidad y educación, que las agresiones sexuales, que los magreos no deseados en una aglomeración, que los anuncios de colonia en los que somos un mero objeto sexual, que los cuentos en los que sólo aparecemos como princesas desvalidas, que la falta de escuelas infantiles públicas, que la retirada de ayudas para la dependencia o a la monomarentalidad, que la falta de profesionales públicos formadas en género, que la tardanza en resolver las denuncias de malos tratos por falta de personal en los juzgados, que la maternidad obligatoria, que no podamos ir solas de noche sin pasar miedo, que la heterosexualidad obligatoria, que se dé por hecho que los cuidados y la limpieza son cosa nuestra, que todas esas cosas (y muchísimas más) que millones de mujeres sufrimos todos los malditos días de nuestra vida, son violencia. Y que todas esas agresiones físicas, sexuales, económicas, institucionales, forman parte de un sistema llamado patriarcado y que se conforma como una estructura que nos rodea. Una estructura que nos acaba convenciendo de que nosotras somos objetos que tienen que ser perfectos y poseídos. Y a vosotros os enseña que sois sujetos controladores que nos tenéis que poseer.
Habrá que recurrir al empoderamiento
colectivo de las mujeres, a tejer lazos de solidaridad entre quienes queremos acabar con el machismo y sus violencias
Las élites de este país tienen dos buenas razones para hacernos creer, primero, que la violencia sólo son los golpes y no las millones de situaciones que sufrimos a diario las mujeres que no nos permiten tener los mismos derechos y oportunidades que los hombres, y segundo, que al no dejarnos ver la base de esa violencia, se nos hace casi imposible eliminarla; estas razones son de tipo ideológico, pero también de tipo económico. La razón ideológica consiste en que esa élite (hombres la gran mayoría) tenga el control de nuestro cuerpo y nuestras vidas. Y la razón económica no es más que el poder sacar de nosotras todavía más rentabilidad que a los hombres. Y eso es complicado, pero el tener un ejército de personas que le hacen el “trabajo sucio” les sale muy muy muy barato.
Pero todo en esta vida no puede ser tragedia. Aunque el fantástico reportero de La Sexta no lo haya mostrado (espero que pueda sacar una segunda parte de El machismo mata), hay respuesta a estas violencias machistas. Hay soluciones políticas y sociales. Hay muchísimas reformas que podrían llevarse a cabo en las diferentes instituciones como forma de ir caminando hacia un cambio también para las mujeres. Pero no olvidemos que las instituciones tienen un límite y que están hechas para quienes las hicieron. Así que, indudablemente, habrá también que recurrir al empoderamiento colectivo de las mujeres, a tejer lazos de solidaridad entre quienes queremos acabar con el machismo y sus violencias, a la construcción de autoorganización, al reconocimiento de las supervivientes como heroínas y no como víctimas. En definitiva, no nos queda otra herramienta, y orgullosas estamos de tenerla y haberla construido, que el feminismo.
Ese movimiento político y social que tan machacado ha sido siempre, ése que quieren disfrazar de simple igualdad, aquél que acusan de hembrista, es el único que puede salvarnos de ese terrorismo, plaga, genocidio (o llámenlo como quieran) que es el machismo. Porque el feminismo es, como diría Davis, “la idea radical que sostiene que las mujeres somos personas”.