Sobre la resolución del conflicto vasco
El proceso en ciernes de
resolución del conflicto
vasco debe ser abordado,
para ser viable, desde
dos perspectivas: la de la normalización
(a la que yo llamaría
reconciliación), y la de la confrontación
(o resistencia). Estos
dos planos tienen distintas lógicas
y desarrollos temporales, de
corto-medio plazo el de la normalización/
reconciliación, de
medio-largo plazo el de la confrontación/
resistencia; y también
diferentes arcos de alianzas, amplio
y tendencialmente universal
el de la reconciliación, selectivo
el de la confrontación en base al
común carácter resistente de los
aliados.
La fase actual en la agenda de
solución del conflicto es la de la
normalización/reconciliación: a
ese propósito deben servir las
dos mesas: mesa de partidos y
mesa Gobierno central-ETA. Es
una lógica distinta a la de la confrontación/
resistencia, pero no
incompatible con ella: sus objetivos
no son compartimentos estancos
que nada tienen que ver
entre sí, ni existe incomunicación
entre una lógica y otra. Muchos
factores, siendo el principal de ellos
la inercia centralista inherente a los
Estados, hace imposible obtener la
normalización sin la presencia de
dosis de confrontación.
Dos conceptos de nación
Nos encontramos finalmente ante
dos conceptos de la nación y de la
soberanía, que tiene desarrollos
teóricos distintos, pero que, insisto,
se necesitan el uno al otro: la nación
ciudadana, y la nación social.
La nación ciudadana presupone
la existencia de instituciones integradoras
y de valores y creencias
compartidos. En una nación profundamente
dividida como la vasca,
con uso de la violencia en ambos
bandos, esos presupuestos, que
no existen aún, deben ser creados
voluntariosamente: es necesaria
por una parte una declaración de
neutralidad del Estado -en este caso
de los Estados- ante los distintos
proyectos, y por otra un acuerdo
consensuado de los agentes conducente
a situar a todos los proyectos
en igualdad de condiciones.
La normalización, y por tanto la
labor de las dos mesas, no puede
consistir en un mercado persa de reparto
de cuotas de poder entre partidos,
ni en una pugna por ver si lo que
ha prevalecido es la derrota del grupo
armado o la desestimación del
Estado. La tarea de esta fase es la reconciliación
de las partes previamente
en conflicto, alcanzada la cual el
fin de las distintas violencias caerá
del árbol como fruto maduro. Se trata
pues de que todas las identidades
y sensibilidades vascas, soberanistas
o no, se sitúen en el punto de partida
en las mismas condiciones.
Lo que no está en modo alguno garantizado.
Es evidente que a muchas
de las fuerzas centralistas lo que les
interesa es, sin más, que desaparezca
ETA de la escena. Tiene razón
quien pone de relieve la desigualdad
existente en la relación de fuerzas, el
riesgo de una maniobra estatutista
que no resuelva el problema de fondo;
y quien insiste en que sin una
presión soberanista nada o muy poco
se va a conseguir. Pero el objetivo
de tal presión no puede ser la derrota
de los no soberanistas, sino la
creación de las bases de la reconciliación
de todos con todos, de modo
que tal reconciliación sea sostenible.
Es aquí, y a partir del consenso
sobre las bases de la reconciliación,
donde adquiere todo su valor la consulta
propugnada por numerosas
fuerzas vascas: pues ésta no debiera
ser la forma de dirimir un conflicto
entre partes irremediablemente enfrentadas
de modo traumático para
los perdedores, sino la ratificación
del acuerdo nacional previamente
conseguido.
La nación social es producto de la
confrontación de largo plazo con un
modelo de sociedad que genera un
abismo entre incluidos y excluidos y
que sólo da legitimidad nacional a
los primeros; fruto de la resistencia,
restablece la coherencia de una nación
inexistente, por estar segmentada
y fragmentada por el neo-liberalismo.
La nación social, aunque
actúa en el seno de un territorio nacional
al que da cohesión, se alimenta
de la solidaridad internacional y
de la interacción con las redes contrarias
a la globalización económica
neo-liberal.
El modelo social actual, al que algunos
llaman posfordista, ha sustituido
la relativa homogeneidad del
obrero de masa del régimen fordista
por una clase obrera cada vez más
heterogénea que vende su fuerza de
trabajo en mercados segmentados;
la regulación que daba fijeza al contrato
de trabajo por una desregulación
de las relaciones laborales.
Nación fragmentada
Pero el neo-liberalismo no sólo ha
empeorado la suerte de los trabajadores
asalariados de la industria y
los servicios, sino la de numerosos
colectivos, así como de pueblos
a la largo y ancho del mundo.
La construcción nacional pasa
pues por la superación de la
nación fragmentada entre incluidos
y excluidos, y por tanto
inexistente, y se convierte en la
tarea de una alianza nacional
antirrepresiva de resistentes:
partidos políticos contestatarios,
sindicatos y organizaciones
campesinas de contrapoder,
movimientos sociales alternativos,
intelectuales disidentes, individuos
rebeldes... alianza que
sólo tiene pleno sentido si se basa
en el principio de la suma de
iguales.
Muchos grupos y personas,
entre las que me incluyo, creen
que sin dimensión social, sin
contrapoder, no existe construcción
nacional. Pero este proyecto
de medio-largo plazo de resistencia/
confrontación debe ser
distinguido del proyecto de corto-
medio plazo de la normalización/
reconciliación.
Lo que no quiere decir que el
proyecto de nación social deba
abandonarse en esta primera fase;
sin presión soberanista ésta
no se conseguirá, y tal presión sólo
puede venir de quienes nada tienen
que perder y sí mucho que ganar de
un cambio de modelo. Pero el modelo
por el que luchar debe generar
un espacio político y social basado
en la suma de iguales que excluya
todo tipo de hegemonía.
He hablado antes de la necesaria
presencia de la lógica de la resistencia
en la de la reconciliación; insistiré
ahora en que también es necesaria
la lógica de la nación ciudadana
en la fase de la construcción
de la nación social de carácter resistente.
Este modelo se basa en la
confrontación de largo plazo; pero
finalmente, la única forma de que
ésta no genere conflictos irresolubles
y generadores, como tantas veces
ha ocurrido en la historia de los
pueblos, del uso de la violencia, es
la existencia de unas pautas morales
compartidas por todas las partes
enfrentadas. Y ello sólo puede
provenir de la interiorización de la
común pertenencia de todos, en
una perspectiva kantiana, a un mismo
género humano y a sus imperativos
morales; o, en un ámbito más
reducido, de los valores compartidos
por los connacionales en la nación
ciudadana.