¿Precariado o interinización general de la fuerza de trabajo?
- //Isa
Cualquier esfuerzo de análisis
o intervención sobre
el ámbito del trabajo está
hoy obligado a pensar la
precariedad y los precarios. ¿Pero
en qué consiste exactamente la
precariedad? ¿Quiénes son los precarios?
¿Los que tienen contratos
eventuales? (¿Lo serían entonces
los futbolistas de contratos millonarios?)
¿Los que ocupan puestos
que no se ajustan a su formación?
(¿Sería entonces precario el informático
que trabaja en un bar con
un buen sueldo y contrato fijo?) Si
lo pensamos no resulta siempre
evidente poder definir con precisión
en qué consiste el trabajo precario
y, sin embargo, todos sabríamos
más o menos si el empleo que
nos ofrecen es o no precario.
Lo curioso es que posiblemente
estemos más cerca de la realidad
cuando nos movemos dentro de
esa imagen difusa de una precariedad
generalizada que cuando tratamos
de hacer de ella un ámbito
de contenidos estables y delimitados,
conformados a su vez por
unos sujetos igualmente diferenciados:
los precarios.
Este último modo de proceder,
sin embargo, es el más común entre
los diferentes discursos de lo
que llamamos la izquierda. Así, los
precarios o el precariado (asúmase
el término en el que cada cual se
sienta más a gusto) terminan siendo
definidos como una especie de
nueva composición de clase dotada
de ciertos rasgos comunes y características
propias que distinguirían
al colectivo de otros como, por
ejemplo, el de los contratados estables,
otorgándoles intereses y comportamientos
políticos específicos.
No importa mucho aquí si para
unos esos precarios son el eslabón
perdido capaz de hacer resurgir al
movimiento obrero de sus cenizas
y arrancarle de su integración y reformismo
políticos; o si para otros
el precariado constituye la puntilla
de facto y el acta de defunción de
aquel ya superado movimiento
obrero. Ambos comparten la tentación
de hacer del precario/precariado
un nuevo sujeto diferenciable
del conjunto de asalariados.
Pero, ¿y si la flexibilización de
las relaciones de empleo no configuraran
una nueva composición
específica de la clase, ni una nueva
potencia que marcase el fin del salariado,
sino que consistiera en un
proceso generalizado que implicara
a las formas de movilización
productiva del conjunto de los asalariados
(y de sus familias)? ¿Y si
no fuera sino un nuevo modo de
gestión de la fuerza de trabajo que
se caracterizara por una interinización
generalizada que afectaría
a todos los segmentos de la fuerza
de trabajo?
Vista de este modo, la precariedad
y la vinculación interina con el
puesto de trabajo sería en efecto la
de los inmigrantes, los jóvenes y
las mujeres, tan reiterativamente
sometidos al bucle del trabajo precario,
pero también la de los adultos
nacionales (convertidos a menudo
en “parados de larga duración”); la
de los estables (que ven modificadas
sus condiciones de empleo por
la erosión de los márgenes de negociación),
la de los artistas y profesionales
altamente cualificados y
la de todos esos trabajadores autónomos
que terminan por interiorizar
para sí las turbulencias del
mercado. Las condiciones de trabajo
no son las mismas para todos,
ni tampoco los salarios, pero sí es
idéntica la interinidad generalizada
aplicada al conjunto de la fuerza
de trabajo.
¿Y a qué se debería dicha generalización
de la situación interina?
Dar una respuesta coherente requeriría
mucho más espacio del
aquí disponible, sin embargo sí podemos
destacar al menos un elemento
importante en este debate:
que dicha situación (con la desorientación
sindical y del mundo
del trabajo que implica) no es el
resultado, o al menos no exclusivamente,
de una relación de fuerzas
desfavorable para los trabajadores
que tendría su origen en la
derrota política sufrida por las diferentes
expresiones existentes
del movimiento obrero. O dicho de
otro modo: que la capacidad de acción
se ejerce en un campo de determinaciones
específico no reducible
a una confrontación de fuerzas
entre actores más o menos
movilizados.
Este campo de determinaciones
específico ha puesto en jaque la acción
sindical tradicional a raíz del
cuestionamiento de la base del
marco normativo sobre el cual se
había fundamentado en Europa la
gestión estatalizada de la reproducción
de la fuerza de trabajo desde
la Segunda Guerra Mundial: el presupuesto
de la adscripción estable
por parte del asalariado a una organización
(empresa). Desde el
momento en que dicha adscripción
más o menos estable estalla en pedazos,
salta con ella la eficacia de
la práctica sindical hasta entonces
conocida.
Pero lo interesante aquí es destacar
que han sido los desarrollos
de la propia relación salarial (procesos
de automatización productiva;
extensión y generalización de
mayores niveles de formación cada
vez más genéricos entre el conjunto
de la población; hibridación
de producción industrial y producción
de servicios; separación
acrecentada de los ciclos de las
máquinas y los ciclos de la fuerza
de trabajo en los procesos productivos;
mundialización de los intercambios
de mercancías, incluida la
fuerza de trabajo; etc.) los que han
hecho estallar este modo de regulación
de la fuerza de trabajo. Son
los propios desarrollos contemporáneos
de la relación salarial los
que están volviéndonos a todos los
asalariados cada vez más permutables
de cara a desempeñar funciones
productivas cada vez más amplias
e indeterminadas en las formas
particulares de su realización.
Esto sin duda no suena nada
bien, sin embargo, la profundización
de la intercambiabilidad del
conjunto de la fuerza de trabajo
con respecto a los puestos de trabajo
allanaría el camino para un
reparto generalizado del tiempo
de trabajo disponible. Junto a ello,
el hecho mismo de que las empresas
vean explosionar su relativa
autonomía organizativa de antaño
para disolverse en un magma reticular
de procedimientos técnicos
y científicos cuya puesta en funcionamiento
implica cada vez más
a instituciones políticas (universidades,
gobiernos regionales, ayuntamientos,
instituciones europeas,
cámaras de comercio, seguridades
sociales, servicios de empleo públicos,
etc.), en donde cada vez
más asalariados venimos coparticipando
en calidad de “cotizantes”,
“sujetos” de derecho, “usuarios”
de servicios públicos, “ciudadanos”,
etc., hace que las posibilidades
para una gestión directa, por
parte de la clase asalariada, respecto
de las condiciones de su propio
desarrollo y vida, nunca hayan
sido más poderosas que ahora.
Como ya ocurrió en el pasado, el
mismo movimiento que nos atrapa
hoy en la explotación puede ser la
base para una eventual emancipación
del trabajo asalariado. Lo que
pasa es que quizá la emancipación
haya que pensarla desde el lugar
más inesperado.