Por un nuevo modelo de seguridad
Algunos de los episodios recientemente
ocurridos en
nuestro espacio, reflejan
un escenario caracterizado
por el aumento de las políticas represivas
sobre expresiones legítimas
de la ciudadanía. El correcto análisis
de este nuevo contexto conlleva
cuestionar la expansión de un modelo
securitario de gestión del orden
público que sacrifica derechos y garantías,
bajo la excusa del miedo;
también, reflexionar sobre el evidente
incremento de la punición de todas
aquellas actividades que cuestionan
la verdadera eficacia de determinadas
“políticas bienestaristas”, así
como la escala de valores dominante
o el pretendido consenso formal imperante
en el sistema.
Problemas sociales
En el plano legislativo se vienen produciendo
reformas cada vez más regresivas,
influenciadas por una tendencia
a utilizar el derecho penal no
como última ratio, sino como forma
relevante de gestionar los problemas
sociales. Esta forma de legislar, contraria
a la mejor tradición jurídica
ilustrada, transita desde la tipificación
de acciones al castigo de conductas,
incurriendo en una peligrosa
deriva hacia el llamado derecho penal
de autor. Además, puede llegar a
legitimar la desaparición de garantías
jurídicas así como a la adopción
de medidas excepcionales.
En la actualidad, la relación entre
los índices de criminalidad y el castigo
es cada vez más compleja. En
nuestra sociedad instalada en la precariedad,
tanto el empleo, entendido
como un “conjunto de seguridades”,
como el conjunto de derechos sociales
protegidos constitucionalmente,
tienden a desaparecer progresivamente.
Tras la intensa transformación
de las dinámicas productivas y
la drástica reducción del trabajo vivo,
el castigo tiende a hacerse oblicuo,
porque se manifiesta a través
del discurso y de las nuevas formas
del control social. Grupos enteros de
población en situaciones de marginalidad
o de exclusión social se
transforman en objetivo prioritario
de las políticas de control. Un ejemplo
de estas prácticas viene expresado
de forma muy significativa en las
tendencias que siguen las actuales
políticas urbanas que, en nombre de
expresiones como tolerancia cero,
lejos de fomentar la protección de
los derechos o facilitar la integración
real en la forma social de todos los
ciudadanos, profundizan en la segregación
de los elementos molestos del
espacio público. En este contexto, los
movimientos sociales alternativos
manifiestan en el espacio común determinadas
contradicciones sistémicas,
poniendo de manifiesto los obstáculos
que dificultan e impiden a la
ciudadanía la efectividad real de los
derechos, formalmente reconocidos
y garantizados por el ordenamiento
constitucional. Por ello, no resulta
casual que sean objeto de una represión
u hostigamiento sensiblemente
mayores que los que pueden sufrir
otros sectores de la ciudadanía.
Los movimientos sociales adquieren
forma de agente cuando contribuyen
a la denuncia de tales deficiencias,
y fomentan la construcción de
alternativas frente a las mismas. Las
estrategias punitivas son desplegadas
sobre sus prácticas de desobediencia
social, porque consiguen traducirse
en expresiones sociales efectivas
de derechos formalmente garantizados.
La lógica de la legalidad
formal se esfuerza en ahogar estos
espacios de legitimidad material, a
través de la criminalización de las acciones
o incluso de los propios activistas,
frente a los que se genera un
discurso de acusación virtual y permanente.
Se trata de una nueva forma
de castigo a la visualización pública
de las “grietas del sistema”.
Modelo alternativo
Resultan evidentes y reiterados los
comportamientos más que cuestionables
de la policía y los altos niveles
de impunidad en que se mantienen,
pese a la obvia desproporción utilizada
por los agentes en manifestaciones,
desalojos o detenciones. Las actuaciones
de las fuerzas de seguridad
y las nuevas formas de contención
de las expresiones auténticamente
cívicas, con especial incidencia
en el caso de Barcelona en los últimos
meses, han podido rozar la ilegalidad
constitucional, y pese a ello,
han sido amparadas por el modelo
tecnocrático de seguridad ciudadana
imperante hoy en día.
Este modelo otorga primacía al
principio de prevención y segregación
de grupos de riesgo en detrimento
de las garantías jurídicas y derechos
fundamentales (como los de
reunión, manifestación o libertad de
expresión). Legitima una variada gama
de políticas de excepción y viene
respaldado, como tal modelo, en un
sospechoso consenso de los grandes
partidos. Se trata de arbitrar actuaciones
administrativas, con pautas
no siempre explícitas, que persiguen
una gestión y control eficientes de
una población a la que se niega de
forma drástica el conjunto de derechos
de ciudadanía.
No se trata de algo nuevo. A modo
de ejemplo, L. Bonelli describe los
efectos desastrosos de tales políticas
en el caso de las periferias francesas
(banlieus), como ejemplo de la incapacidad
de los partidos y sindicatos
obreros tradicionales para comprender
la situación de los jóvenes desafiliados.
También el Informe de Amnistía
Internacional de 1996 constató
el aumento desmesurado de comportamientos
abusivos de la policía, el
racismo institucional de sus prácticas
y los altos niveles de impunidad
de los delitos de los agentes tras la
implantación de la estrategia policial
auspiciada por el alcalde Guliani, en
Nueva York, en 1994.
La alternativa frente a esta realidad
pasa por denunciar el carácter
ilícito de este modelo, que sacrifica
derechos y garantías en nombre de
la emergencia y la difusión del miedo,
y, por el contrario, desarrollar
una auténtica defensa de un modelo
democrático en la seguridad de los
derechos de todos los ciudadanos.
Este modelo defiende la única concepción
válida de la seguridad: la seguridad
pública, que, con la máxima
transparencia, debe garantizar la
protección y realización efectiva de
los derechos de todos, y que, en consecuencia,
debe expresar de forma
inequívoca el nivel de validez real de
las normas contenidas en la constitución
del Estado Social de Derecho.
El modelo democrático impugna
la política como espectáculo, reivindica
a los ciudadanos como auténticos
actores políticos, y respecto al
ámbito de la política criminal, ampara
la pretensión de incidir, intensa y
específicamente, en el castigo de los
delitos cometidos por grupos poderosos.
Entiende que la seguridad sólo
queda garantizada cuando la ciudadanía
queda protegida frente a las
acciones que encarnan la dimensión
social más negativa: es decir, aquellas
derivadas del excluyente proceso
de valorización del capital en las
condiciones impuestas por la desregularización
neoliberal de la economía.
Se trata de apostar radicalmente
por una auténtica política de la
ciudad, con un real autogobierno democrático
y presidido por una comunicación
política de base. Puede
resultar una propuesta utópica en
nuestros espacios urbanos -convertidos
de forma acelerada en dispositivos
de vigilancia-, pero la vocación
radicalmente democrática de esta
propuesta y su potencialidad transformadora
la hacen no sólo legítima,
sino urgentemente necesaria.