En la gatera
Todo el mundo exige a la izquierda
abertzale que lleve
a cabo su Bad Godeberg
particular. Recorriendo el
camino que la socialdemocracia alemana
inicia en el ‘59, y culmina en
España con la “reconciliación nacional”
de Carrillo y el giro de Suresnes,
al parecer le toca ahora renunciar
a las que han sido sus señas de
identidad durante los últimos 40
años. El sistema le ofrecerá la posibilidad
de lograr el poder, hacer la
revolución y hasta llegar a la secesión,
a cambio de seguir sus reglas y
abandonar la justificación de las
prácticas antisistémicas. El camino,
al parecer, ya ha empezado.
Sin embargo, no parece que la
conversión pragmática del marxismo
occidental haya permitido el
avance progresista en la guerra de
posiciones con el liberalismo. La opción
socialdemócrata en Alemania
gobierna en coalición con la derecha,
sin contrapeso radical eficaz; el
neo-nacionalismo felipista puso las
bases para la actual resurrección del
franquismo sociológico, y la opción
eurocomunista, condenada a la
inanidad o al apoyo obligado a la
“única izquierda posible”, lleva décadas
sin salir de posiciones subalternas.
Por eso, aunque la izquierda
abertzale tendrá que dejar pelos en
la gatera, sin duda, tratará de que lo
que entre sea el gato, no otra especie
más doméstica.
Sobre todo es esencial, en la medida
de lo posible, no abandonar a
nadie en el camino hacia la integración.
No en vano, la pérdida de la
tensión utópica en Europa fue, entre
otras razones, consecuencia de
la fractura traumática de la izquierda
y la condena consiguiente de las
alas radicales. El último que entraba
no sólo cerraba la puerta del castillo
sino que, para demostrar su
fidelidad sobrevenida, era el encargado
de defender las almenas arrojando
aceite hirviente a sus antiguos
compañeros de batalla. En
concreto, en el caso español el trauma
que suponía tragar el sapo del
compromiso histórico de la transición-
amnesia a cambio de amnistía-
sólo podía ser superado por
medio de una conversión moral que
consistía en abjurar para siempre
de toda actividad violenta y/o antisistémica.
En la práctica, la identificación
transitiva de lo antisistémico
con lo violento y lo inmoral ha
dejado todo repertorio de acción no
institucional bajo los cascos de la
represión más despiadada. La conversión
moral de la izquierda española
era la mejor garantía de que el
cambio estratégico que suponía la
asunción del sistema no sólo era
irreversible, sino que al cercenar el
ámbito de la política posible, del antagonismo
imaginable, la conducía
a un territorio (auto)limitado, suciamente
pragmático.
Por eso, no parece que la izquierda
abertzale vaya a conducir el discurso
y la práctica que permitan la
transformación del actual modelo
de conflicto según parámetros de
condena moral o de fractura. Habida
cuenta del poder prefigurador
del discurso político, la izquierda
abertzale propugna el rechazo y
abandono de la praxis violenta por
no estar justificada en las actuales
circunstancias, y no ser útil para
los objetivos propuestos, no por ser
intrínsecamente reprobable. Por
eso, para convencer a los sectores
más radicales, es indispensable reforzar
el argumento con la apertura
real de vías políticas legítimas
para la consecución de objetivos
no menos legítimos. No en vano,
tal acercamiento permite tanto evitar
la dinámica de autonomización
en cadena como defender seguidamente
la virtualidad de prácticas
políticas antisistémicas de resistencia
civil no violenta que posibilitan
mantener la tensión antagónica
de forma más adecuada para los
intereses progresistas. En las actuales
circunstancias, es claro que
el enfrentamiento violento no permite
una acumulación de fuerzas
sociales progresistas ni en Euskal
Herria ni en o con el Estado. Además,
hoy en día la violencia no facilita
el tipo de polarización política
conveniente para una acción política
transformadora eficaz.
La derecha al descubierto
Sin embargo, lo revelador es que
esa polarización se está produciendo
de la manera más favorable a los
intereses progresistas precisamente
en relación con el modo de superar
la propia violencia. Por las razones
antes expuestas, la derecha,
que si bien travestida era hegemónica
en la transición, quiere aplicar
ahora el mismo modelo de entonces-
derrota, abjuración, integración-,
y no sólo para que el PSOE
no obtenga réditos electorales, sino,
sobre todo, para evitar que la
izquierda española, a través de la
gestión transformadora del conflicto
violento en Euskal Herria, se redima
de la relativa claudicación que
supuso la transición. Para impedir
que se pueda reabrir y reformular
el limitado compromiso histórico
del ‘78. Éste es el verdadero temor
de la derecha. Por eso se radicaliza,
por eso revisa la guerra civil, por
eso agita hisopos y banderas, que
ya no sables, esperemos. Lejos de
temer esta forma de polarización-
çdialogo o derrota-, la izquierda española
debe explotarla.
Por todo ello, el llamado proceso
de paz es mucho más que un proceso
de paz. Su desarrollo prefigura
en esta coyuntura histórica el resultado
de la lucha antagónica por la
hegemonía en el Estado español:
bandera, ejército, iglesia, himno,
plaza de Colón, monarquía y “no en
mi nombre”, frente a plurinacionalidad,
valores cívicos, república, laicidad
y “sí en mi nombre”.
Pero para eso es imprescindible
que los movimientos que realice la
izquierda española, desde el PSOE
a los movimientos alternativos,
respecto a la gestión del conflicto
nacional no sean tácticos ni sujetos
a cálculos de corto plazo. Es el
momento de transformar conjuntamente
los parámetros de un conflicto
que siempre estará, de un
modo u otro, abierto. No en vano,
la exclusión, la definición de un
nosotros, un demos reconocible en
el que proyectar nuestra pulsión
comunitaria es una precondición
inexcusable de la democracia.
La suerte de las fuerzas progresistas
estatales y las nacionalistas
periféricas es en este momento la
misma. No caben ya meras alianzas
tácticas. Cuando la derecha
amenaza con la involución en todos
los frentes, el pacto debe tener
alcance estratégico. Las fuerzas
progresistas reales deben asumir
que, siendo de países distintos, pueden
articularse para reconstruir el
Estado desde otras bases y trabajar
en común para influir en procesos
sociales y políticos que superan estas
‘fronteras pequeñas’, pero, al
tiempo, las respetan. Por eso no es
irrelevante la forma de remover los
obstáculos existentes para abrir
una nueva fase de relación internacionalista.
Porque el verdadero reto
no termina cuando ETA acabe,
porque recién empieza en ese mismo
momento, es preciso dirigir el
proceso de paz en clave progresista.
Y para eso, como dice Zizek, todos
“debemos confiar en el potencial
democrático del otro”.