Inicio del tercer acto
Recientemente, un periodista entrevistó al rey. La entrevista dibujó, desarrolló y estancó el género de la-entrevista-a-Jefe-de-Estado -que nunca ha existido en democracia. Ni, ahora que lo pienso y, glups, saco conclusiones sobre modelos comunicativos, en dictadura. El entrevistador codificó incluso gestualmente ese género, al pasarse toda la entrevista, en lo que es una metáfora, con las piernas abiertas. El aspecto llamativo de aquella emisión fue, en todo caso, su recepción. En su minuto de oro, la cosa fue vista por tan poco público que, si la Monarquía fuera un programa televisivo, sería retirado de la parrilla en un plis-plas y sin indemnización para el equipo o el decorado.
Que los jefes de Estado que nunca hablan, hablen, es algo que sólo ocurre cuando te han tirado una bomba atómica. La escasa repercusión de la entrevista es un indicativo de que la onda expansiva de la bomba atómica esa, ha llegado más lejos de lo que creíamos. Ha afectado a la maquinaria de propaganda. Es decir, a todo. Si exceptuamos a la prestigiosa firma Campofrío, ya no hay una industria comunicativa capaz de transformar en información y en mensajes democráticos cualquier chorrada. La bomba atómica –la crisis, vamos-, ha transformado el punto de vista de periodistas que eran el punto de vista desde hace 35 años, vía un ERE, o vía pérdida del trabajo como director en un museo de alguna institución.
Desprovistas de la descomunal máquina de propaganda de que gozaban, las instituciones rozan el ridículo. Aparecen desnudas, fáciles de observar y sin intermediarios que expliquen lo que, detrás de su aparente nada, se esconde un todo. Así, ya se puede ver que detrás de su aparente nada, no hay nada. La escasa soberanía nacional de las instituciones que, en principio, detentan ese cacharro, es, en efecto, eso, escasa soberanía. La absoluta ineptitud o/y deshonestidad de las personas que ocupan las instituciones, ahora que ya no están protegidas por una cultura que vele por la cohesión antes que por la información, está quedando patente. Chirría. Como ahora chirría cualquier paisaje de antaño. No sé, un periodista con las piernas abiertas.
Si la Monarquía fuera un programa televisivo, sería retirado de la parrilla en un plis-plas y sin indemnización para el equipo o el decorado
Desde 2007 estamos en una crisis descomunal, en cuya creación participaron las autoridades políticas y financieras. Hasta la fecha, las medidas políticas que se han sucedido han supuesto la socialización de esa crisis localizada. Han supuesto la reforma del mercado laboral y del pack financiero, de manera que determinada clase empresarial y financiera nunca vivirá la crisis. Ha supuesto la demolición del Bienestar, entendido ahora como un superávit del Estado, y no como una región fundamental de la democracia.
Las instituciones han acomedido todo eso sin pestañear, sabiendo que todo ello tendría un precio. Un precio institucional, que en breve –y aquí empieza el tercer acto de la crisis- se tendrá que pagar de alguna manera. Se tendrá que pagar porque, entre otras cosas, sale barato, y un Estado sin soberanía puede ser muy generoso en cambios políticos. Puede, en fin, darlo todo. Algo parecido a la independencia de Catalunya es asumible. No supondría un gran cambio. Si eso se produce, puede caernos también algo parecido a un cambio en forma del Estado en España. Sería un chollo que la población se quedara tranquila con dos nuevas repúblicas, ahora que en los servicios de urgencias de las repúblicas griega y portuguesa empiezan a producirse ingresos por desnutrición.
Empieza el tercer acto. En breve. Tal vez empiece este año. Tal vez ya ha comenzado. Las instituciones querrán que el problema sea político. Para poderlo solucionar ellas. No lo es. No sólo.