Ciudadanía y lucha de clases
Conforme el régimen sociopolítico alumbrado entre nosotros con ocasión de la famosa Transición hace aguas por los cuatro costados, más se aprecia la oportunidad que para la sociedad española supone el vacío resultante. Porque hay un hecho que se impone con creciente claridad: es la crisis que nos atenaza con especial radicalidad la que está desmontando un tingladillo sin duda pensado para tiempos más apacibles. Y mientras las diferentes variables de una única y cada vez más indiferenciada ‘clase política’ se afanan por rellenar de anécdotas el escenario –desde el caso Urdangarin hasta el caso Bárcenas–, ha llegado el momento de que lo más sano de la sociedad española tome cartas en el asunto.
La ciudadanía contempla con estupefacción cómo los causantes mantienen sus insultantes ganancias o se escabullen de la escena Algo de esto es lo que late en esa Marea Ciudadana que, en una fecha tan histórica como el 23F, inundaba nuestras calles. Una marea que se ha ido consolidando a través de muy diversas iniciativas, pero que tiene un nexo común: el hartazgo de una ciudadanía que se ve víctima de una crisis de la que ella es el mero recipiendario, mientras contempla con estupefacción cómo los causantes mantienen sus insultantes ganancias o se escabullen de la escena en dirección a cualquier ‘paraíso terrenal’, como en unas fechas no tan lejanas hicieron los criminales nazis.
¿Estamos asistiendo al nacimiento de una situación sociopolítica en vías de desbancar –y no sólo a nivel español– lo que ha constituido el statu quo de las últimas décadas, incluyendo la incapacidad de la izquierda para contraponerse al neoliberalismo capitalista? Esto es lo que parecen indicar los últimos acontecimientos.
El viejo dogma
Con frecuencia se achaca a esa ‘marea ciudadana’ su falta de madurez política, y son muchos los que se han apresurado en exhibir desde la izquierda más radical el viejo dogma de que sólo desde la solidez de la teoría es posible orientar –obviamente desde fuera– un movimiento que, reducido a su propia inercia, no estaría en vías de sobrepasar el ‘espontaneísmo’ más estéril, dejando en definitiva las cosas como están e incluso contribuyendo a su consolidación. Pero la historia ha demostrado hasta la saciedad que todo ‘dirigismo’ revolucionario ha conducido a las aberraciones conocidas por todos, como también que ninguna de las revoluciones que se han sucedido en la historia ha contado con un ‘manual de uso’, sino que se ha ido autoorganizando con arreglo a su propia dinámica, de la que ni siquiera sus principales protagonistas eran plenamente conscientes.
¿Estamos, entonces, en una situación prerrevolucionaria? No hay que irse por el momento tan lejos. Lo que sí comienza a estar claro es que los viejos instrumentos de control en que se ha basado desde hace décadas el dominio de una ínfima minoría sobre la gran mayoría –comenzando por el ‘consumismo’ y su heraldo, la publicidad– conocen, con motivo de la crisis, un deterioro probablemente irreparable. De ahí que Susan George, en su segundo Informe Lugano, recién presentado en Madrid, hable de ‘nueva lucha de clases’. Y si esa ínfima minoría se ha ido revelando, a compás del desenvolvimiento de la crisis, la verdadera ‘clase dominante’ –que, como dice la autora, comienza a abominar de la democracia–, no hay duda de que la nueva ‘clase dominada’ está constituida por esa inmensa mayoría ciudadana que está experimentando en carne propia los desastres de una crisis de la que no es en absoluto responsable.
Clase obviamente, dicho en términos marxianos, ‘en sí’. Pero que se irá configurando como clase ‘para sí’ conforme el término, en cierto modo vacuo, de ‘ciudadanía’ vaya revelando las contradicciones que anidan en su seno.