Pulso a la política de inmigración francesa
Las huelgas, en cuestión de
semanas, han relegado a
un segundo plano informativo
una actualidad dominada
por las expulsiones. La represión
contra los sin papeles no ha dejado
de intensificarse. Los controles
en las empresas son más frecuentes,
y el acceso al empleo cada vez
más difícil. Y los despidos por no tener
permiso de trabajo son cada vez
más numerosos: “El primer despido
en mi empresa fue en 2007”, explica
M. Traoré, que trabaja en
Veolia desde hace diez años. “Si no
nos movemos rápido, nos barren”.
Las huelgas han adquirido una
gran repercusión nacional gracias
al peso político de los sindicatos:
“las asociaciones pueden proteger
a los sin papeles como excluidos”,
opina Maryline Poulain, coordinadora
del grupo Sans Papiers et
Travailleurs del colectivo Uni–e–s
Contre l’Immigration Jetable. “Pero
los sindicatos tienen legitimidad para
defender sus derechos como trabajadores
y mostrar que ya están
integrados en la sociedad”. En resumidas
cuentas, la acción a través de
la herramienta sindical los hace
aparecer como sujetos de otra naturaleza,
de un punto de vista objetivo
y subjetivo. Hasta ahora el movimiento
de los sin papeles se apoyaba,
para exigir la regularización, en
el discurso de los derechos humanos,
las huelgas eran de hambre y
los locales ocupados eran iglesias.
La nueva campaña sindical pone
de relieve hechos no conocidos más
que por una minoría: la práctica totalidad
de los inmigrantes sin papeles
trabajan, y no necesariamente
“en negro” o en la economía informal,
por lo que sus empleos “ilegales”
abren a pesar de todo la posibilidad
de adquirir derechos sociales.
Su antigüedad en la empresa puede
ser alta. Tampoco tienen por qué
quedarse en los escalones más bajos,
y muchos se benefician de vacaciones
pagadas. Sin embargo, estos
“derechos” se encuentran supeditados
a su condición objetiva de sin
papeles, y por tanto a la buena voluntad
del empleador de turno. La
lucha actual es para muchos trabajadores
sin papeles la oportunidad
de descubrir derechos que les pertenecen
por el hecho de disponer de
un empleo: salario mínimo, descanso
semanal, días festivos, indemnización
por despido, derecho a reclamar
salarios impagados o a llevar al
empleador ante la justicia. Los huelguistas
no se presentan como ‘sin
derechos’ sino como asalariados
que tienen derechos y que quieren
todo lo “demás”. Estos derechos
abren también la acción colectiva.
Los poderes públicos pueden desalojar
una ocupación de un lugar publico,
pero el derecho laboral los limita
fuertemente en un caso de ocupación
de empresa: “El primer día
de ocupación, nuestro patrón llamó
a la Policía”, nos cuentan los del restaurante
Chez Papa. Llegaron 20
policías y teníamos mucho miedo.
Pero los delegados sindicales nos
explicaron que teníamos derecho a
ocupar nuestro lugar de trabajo y
que hacía falta un mandato judicial
para poder desalojarnos”.
Descolocados por la intensidad
de la movilización, ciertos empleadores
se han declarado solidarios
con los huelguistas, invocando la
penuria de mano de obra en sus sectores
respectivos y las cualificaciones
de sus propios trabajadores. Los
sindicatos patronales de la hostelería
y la restauración han reclamado
la regularización de los sin papeles
contratados antes de julio de 2007.
Los de la construcción y de la limpieza
se han mostrado más discretos.
El conjunto de la patronal francesa
se ha quedado callada. Es difícil
evaluar políticamente el resultado
de las movilizaciones, aún en
curso por otra parte. Por el momento,
sólo cien de ellos han obtenido
una regularización de su situación,
aunque supeditada a su condición
de “asalariados”. Si en un momento
dado la relación salarial se disuelve,
o con motivo de un cambio de sector
de actividad o simplemente de
empleo, no hay nada que les garantice
una renovación de sus permisos
de residencia. De alguna
manera, y a pesar de la importancia
cualitativa de los desplazamientos
operados, la dialéctica de
la lucha no consigue salir de la retórica
de la ‘inmigración–de–trabajo–
escogida’ tan apreciada por
el presidente Sarkozy.
Sin embargo, al anunciar rápidamente
la regularización de
huelguistas –aunque fuese “caso
a caso”–, por temor a una generalización
del movimiento, el Gobierno
ha evidenciado su apuro y
dado esperanzas a miles de sin
papeles. Se abre una brecha, que
se puede ampliar.