La ofensiva reaccionaria en Bolivia
Los referendos revocatorios
del pasado 10 de agosto en
Bolivia mostraron el rotundo
apoyo al Gobierno del
Movimiento Al Socialismo (67%),
así como la potente base social de la
derecha regionalista del Oriente,
donde, sin embargo, el Gobierno
obtuvo resultados significativos que
desmienten la simplificación del
mapa político como un choque de
polos regionales homogéneos.
Pese a la confirmación del –frágil–
liderazgo del bloque indígena y
popular, la oleada de enfrentamientos
desatada en los departamentos
orientales (Santa Cruz, Beni, Pando
y Tarija) demuestra la elevada capacidad
de desestabilización y resistencia
que tienen las élites tradicionales,
terratenientes agroexportadores
y la burguesía “compradora”
delegada de las multinacionales,
cuya hegemonía se ha
visto quebrada en los últimos años.
Los proyectos de recuperación de
los hidrocarburos y de reforma
agraria chocan frontalmente con
los intereses de este bloque, beneficiario
de la situación de periferia y
colonialismo interno. No es casualidad
que las reivindicaciones centrales
de los reaccionarios sean precisamente
contra la Reforma Agraria
y por disputarle al Gobierno los impuestos
sobre los hidrocarburos,
que el Gobierno de Morales utiliza
con fines distributivos en lugar de
dejarlos en manos de la oligarquía
de los departamentos orientales, los
más ricos en gas y petróleo.
El autonomismo de estas regiones
bebe de relatos identitarios que
pretenden fracturar el bloque indígena
y popular oponiendo el mestizo,
industrioso y productivo Oriente,
frente al atrasado e intolerante
Occidente bajo dominio quechua y
aymara. No obstante, esta narrativa
encuentra obstáculo y resistencia
en el autonomismo indígena guaraní,
chiquitano y de otros pueblos indígenas,
entre los que se encuentran
los migrados desde el altiplano
y los valles. Por eso, sobre ellos –y
sobre las instituciones públicas– se
está descargando toda la violencia
de las organizaciones ‘autonomistas’,
en realidad grupos fascistas de
choque compuestos por jóvenes de
clase media y elementos del lumpen,
que actúan al amparo de la hegemonía
regional de la derecha.
La base social de la derecha
La fractura regional se ha convertido
así en un poderoso discurso aglutinante
que ha proporcionado a las
élites capitalistas del Oriente una
amplia base social articulada en torno
a un discurso racista y de oposición
a las medidas nacionalizadoras
y de redistribución del Gobierno.
La promesa implícita de los
latifundistas y el capital financiero
regionalizado es que, libre del lastre
de las regiones occidentales y las
redes capilares sindicales y comunitarias,
los departamentos orientales
disfrutarían de una pujanza que
arrojaría sus frutos también sobre
los sectores más pobres, integrados
de forma clientelar en una estructura
dominada por el capital extranjero
y sus agregados regionales.
Este escenario, casi de guerra
civil en el Oriente, no ha desembocado,
sin embargo, en un conflicto
armado abierto en todo el
país ni en un golpe de Estado, en
un país famoso por contar con
más de 180 intervenciones militares
en su historia. No parece, de
momento, la principal posibilidad.
Las causas de ello son complejas.
Por una parte, la capacidad de intervención
de EE UU en el continente
es relativamente reducida.
Sus guerras de ocupación y el desprestigio
político generalizado de
los regímenes neoliberales llevan a
pensar que EE UU no puede ir más
allá de una política de hostigamiento
de baja intensidad sobre los gobiernos
de izquierda de la región.
El papel de Venezuela al respecto
es clave, como se ha visto en una
sucesión frenética de reacciones y
expulsiones diplomáticas después
de que Evo Morales denunciara a
Philip Goldberg, embajador norteamericano
en Bolivia y antiguo enviado
de Washington para Kosovo,
por orquestar junto con las élites
orientales un clima de desestabilización
en el Oriente boliviano, siguiendo
un patrón tristemente famoso,
a 35 años del golpe de Estado
que depuso a Salvador Allende.
Por otra parte, en clave interna,
los enfrentamientos parecen mostrar
a dos bloques sociales que se
saben antagónicos pero que tantean
sus fuerzas antes de lanzarse
al conflicto abierto. Las viejas élites,
desplazadas del poder nacional
y amenazadas por el proyecto
de refundación (reconstrucción)
estatal liderado por el MAS y las
organizaciones sociales de las clases
subalternas, se saben fuertes
en el Oriente, pero absolutamente
carentes de una mínima estructura
material y discursiva con la que gobernar
Bolivia. A lo sumo, pueden
aspirar a la desestabilización del
Gobierno y a una suerte de desconexión
regional que consolide a
Santa Cruz y sus satélites como un
polo de desarrollo integrado de forma
periférica en los mercados globales,
que favorezca las posiciones
comerciales y agroexportadoras de
las poderosas y escasas familias
que conforman el núcleo dirigente
del levantamiento reaccionario.
El Gobierno orienta sus medidas
bajo la premisa de evitar un escenario
de guerra civil, quizás por la inseguridad
sobre la hipotética actuación
del Ejército en ese caso. La institución
militar ha mantenido hasta
el momento un bajo perfil político,
pero se ha mantenido fiel al mandato
democrático de los pueblos de
Bolivia y al Gobierno de Evo Morales.
Su fuerte nacionalismo le aleja
de los llamamientos solidarios de
Hugo Chávez, pero también de la
derecha separatista que le reclama
un golpe sin ofrecerle sustento político
en más de la mitad del país. Al
día siguiente del golpe sería complicado
gobernar el país contra la potente
malla de movimientos, sindicatos
y comunidades indígenas, en
muchas regiones más inserta que el
propio estado boliviano.
La masacre de Pando, en la que
más de 30 campesinos han sido
asesinados por bandas de paramilitares
que disolvían los bloqueos
indígenas en apoyo a Morales y
frente al golpismo reaccionario, ha
desatado la indignación de las organizaciones
populares y el Estado
de Sitio en el Departamento. El
Ejército también se ha desplegado
para defender aeropuertos e infraestructura
hidrocarburífera.
Pese a que la estrategia de la
tensión no ha conseguido arrastrar
al Gobierno a un enfrentamiento
armado, y que los líderes
de la reacción ya se han sentado a
negociar con el Gobierno, los dos
bloques sociales enfrentados se
encuentran en un punto histórico
que sólo puede saldarse con la
subordinación o desarticulación
del capitaneado por las viejas élites
racistas y neoliberales.