¿Deflación?, sí gracias
- Ilustración: Le Corbeau.
La deflación es la pesadilla
de los economistas. Es
uno de los fenómenos
que pueden aparecer durante
las crisis de sobreproducción,
como la actual: al haber más
oferta que demanda, los precios
en lugar de subir (inflación), bajan.
El problema es que la deflación
induce a reducir el consumo,
ya que sale más barato retrasar
las compras. Y el consumo es la
gasolina de la economía capitalista:
si no hay consumo, hay que reducir
la producción y todos pierden:
las empresas reducen sus
ventas, las inversiones y su plantilla
(y, a menudo, sus beneficios),
los Estados su recaudación, y los
trabajadores acaban en el paro.
Si en una crisis se llega a producir
deflación, se entra en una espiral
de destrucción del tejido productivo
y ahondamiento de la crisis
de la que es muy difícil salir. Es lo
que le ocurrió a Japón en los ‘90
en lo que se conoce como la “década
perdida”. De esa experiencia
no ha salido ninguna fórmula
para combatir esta situación. De
ahí el pánico a la deflación.
Todo este análisis está hecho
asumiendo que la única forma de
mantener sana la economía es creciendo.
Pero si dejamos de lado el
dogma del crecimiento económico,
la valoración que se hace de la
deflación es muy distinta. Si en lugar
de asumir que el objetivo del
sistema es maximizar la producción,
partimos de que su objetivo
es satisfacer las necesidades de la
población, todo cambia. Desde esa
perspectiva, la deflación se ve como
un mecanismo corrector de la
sobreproducción al racionalizar el
consumo, ya que, en un escenario
de deflación, el consumidor tiende
a ajustar su consumo a lo necesario.
Y si se consume menos, también
se producirá menos, llevando
al sistema productivo a su dimensión
adecuada. Pero la banca y sus
gobiernos no lo ven así, y en lugar
de redimensionar el sistema económico,
se le quiere devolver a la
sobreproducción que ha desembocado
en cataclismo.
Por tanto, la deflación en sí no
es mala, sino todo lo contrario.
Pero, ¿cómo evitar el aumento del
paro en una economía en recesión?
La respuesta es evidente: repartiendo
el trabajo. Los avances
técnicos hacen que se necesite
mucho menos trabajo que hace
décadas para producir lo necesario
para satisfacer las necesidades
de la población, pero seguimos
trabajando las mismas horas diarias
que hace casi cien años. ¿Para
qué? Para mantener el crecimiento,
aunque hace tiempo que éste
no sea necesario ni deseable en el
mundo occidental. No es necesario,
porque producimos más de lo
que necesitamos. Y no es deseable
porque es materialmente insostenible
en un planeta que tiene sus
recursos limitados, y porque condena
a la población a repartir su
vida entre el trabajo para producir
y el consumo para sostener esa
producción, sin dejar tiempo para
un ocio dedicado a las relaciones
familiares y sociales, las actividades
culturales, lúdicas, etc. Hay
que aplicar la técnica no para producir
más, sino para hacerlo mejor,
en menos tiempo y sin destruir
empleo.
Otro aspecto que aterra a los detractores
de la deflación es la pérdida
de valor de los bienes acumulados,
cuyo precio desciende con
el tiempo. Pero no hay tal pérdida
si el valor que damos a las cosas es
su valor de uso y no su valor de
mercado. Para entender esto, un
buen ejemplo es el de la vivienda.
A quien la compra para vivir en
ella, le da igual el valor de mercado
que pueda alcanzar su vivienda,
puesto que necesitándola para
vivir no la va a vender. Y si la vende,
el dinero que ingrese será equivalente
al que se gaste en comprar
otra. Sólo hay pérdida de valor para
el especulador que compra una
vivienda con la única intención de
volver a venderla más tarde y obtener
con ello un beneficio, y no
para vivir en ella. Uno de los grandes
vicios de este sistema es haber
convertido absolutamente todo,
incluso los bienes de primera necesidad,
en mercancía. Sobre esa
deformación la deflación tiene un
efecto purgante: expulsa del sistema
económico los elementos especuladores
y no productivos,
pues éstos dejan de tener el aliciente
de comprar y acumular
bienes para revenderlos cuando
los precios hayan subido lo suficiente,
dado que los precios, en lugar
de subir, bajan.
En definitiva, la deflación es
una bendición para la economía,
un mecanismo de ajuste que redimensiona
el sistema productivo
y el consumo ajustándolos a
los niveles necesarios, y que castiga
al sector improductivo de la
economía que son los especuladores,
encabezados por la banca.
Estos ajustes son muy necesarios
cuando llevamos décadas aumentado
irracional e insosteniblemente
el consumo en los países
ricos para poder seguir alimentando
el crecimiento.
Si no entendemos así la deflación
y no reaccionamos en sintonía,
reduciendo la producción y
el consumo y repartiendo el trabajo,
lo vamos a pasar todos muy
mal. El edificio económico que
hemos habitado en el último siglo
se derrumba. Ante ello tenemos
dos opciones: intentar el imposible
de apuntalarlo insistiendo
en las fórmulas de siempre o
desmontarlo ordenadamente,
apostando por el decrecimiento.
De momento, los gobiernos han
optado por lo primero, y los cascotes
ya están cayendo sobre
nuestras cabezas.
Artículos relacionados:
- [Consumo navideño: ¿Seguimos igual?->13060]
- [Consumo, ergo soy social->13062]
- [El comercio minorista no levanta cabeza->13059]