Bombas de racimo: las nuevas minas
Texto de Eugeni Barquero
Acabamos la década de los
‘90 con la consecución de
un tratado que prohibía
el uso, fabricación y almacenaje
de las minas antipersonas.
Ahora tenemos delante un
nuevo reto. Debemos trabajar para
conseguir que la comunidad internacional
tome conciencia del enorme
sufrimiento y la flagrante violación
al derecho internacional
humanitario que supone el uso de
las bombas de racimo.
Las bombas de racimo son como
unos contenedores que una vez lanzados
desde tierra, mar o aire, se
abren, y en su trayectoria dejan caer
centenares de cargas explosivas.
Éstas quedan escampadas por una
amplia zona de una extensión aproximada
a la de tres campos de fútbol.
Estas bombas actúan de forma
indiscriminada, por lo tanto no distinguen
entre civiles y militares y,
además, tienen unos efectos desproporcionados
que se prolongan
en el tiempo para perjuicio de la población
civil. En principio las cargas
explosivas deben explotar cuando
llegan a tierra, pero en un gran número
de casos esto no pasa (se calcula
que entre un 5% y un 30% de
los casos) y, por lo tanto, quedan activas
como si se trataran de minas
antipersona, hasta que alguien entra
en contacto con ella y se produce
la terrible explosión. De esta manera,
estas municiones se convierten
en auténticas bombas de relojería
que provocan muertos y heridos
incluso tras acabar el conflicto, impidiendo
que las comunidades recobren
la normalidad.
Estas municiones han sido utilizadas
en los recientes conflictos de
Kosovo, Afganistán, el Iraq y, también,
en el del sur de Líbano, que tuvo
lugar el pasado verano. En este
último, que enfrentó a la guerrilla
de Hezbolá y al Ejército israelí, se
calcula que se lanzaron sobre la zona
sur del país aproximadamente
unos cuatro millones de estas municiones.
Y, de éstas, prácticamente
una cuarta parte quedan todavía
por explosionar o desactivar.
Algunos estados, como Noruega
o Irlanda, valoraron que era necesario
darle un impulso a las discusiones
gubernamentales sobre el control
de estas bombas y pusieron en
marcha una serie de convenciones.
El fin es llegar a 2008 con una propuesta
de tratado articulado que sea
un instrumento legal y vinculante al
servicio de la prohibición de estas
municiones. El proceso, pues, arrancó
el mes de febrero de este año en
Oslo, donde 46 países firmaron una
declaración por la que se comprometían
a la prohibición de este tipo
de bombas. Y, más recientemente,
tuvo lugar en Lima una nueva cumbre
de países en la que a estos 46 se
añadieron 28 estados que asumían
este compromiso.
El Gobierno español viene participando
en el proceso desde el principio,
de hecho es uno de los 46 estados
que firmaron la declaración de
Oslo del pasado mes de febrero. A
pesar de ello, debemos denunciar
que el Ejército español dispone y
puede utilizar este tipo de armamento,
ya que tal y como explica el propio
Ministerio de Defensa “las capacidades
militares que proporcionan
estas municiones son necesarias para
el mantenimiento de la operatividad
de las Fuerzas Armadas”. Así,
en el Estado español se fabrican dos
modelos de bombas de dispersión y
se importa un tercero de los EE UU.
Si realmente el Gobierno del Sr.
Zapatero quiere ser fiel a sus compromisos
internacionales debería seguir
los pasos de países de nuestro
entorno. Países como Bélgica, que
las ha prohibido, o Noruega, Austria,
Hungría y, muy recientemente, Holanda,
los cuales han decretado una
moratoria sobre su uso.
Con el objetivo de contribuir a la
regulación y control de estas bombas
de racimo, en 2003, en Dublín
se constituyó la Cluster Munition
Coalition, una red internacional
conformada por más de 200 organizaciones
en 50 países.