A la esperanza se le han caído tres letras
Llegar ahora a Idomeni, la pequeña localidad griega frontera con Macedonia, que protagonizó miles de titulares en todo el mundo cuando se convirtió en escenario del campo de refugiados improvisado más grande de Europa, es prácticamente imposible. Al menos, si quien intenta acceder es un grupo de más de 300 activistas del Estado español que llegan a la zona en cinco autobuses. La policía griega negocia con la organización la protesta, que finalmente se realiza en un puente situado unos kilómetros antes del municipio: una performance de denuncia a las políticas europeas. La acción se realiza para los medios de comunicación que acompañan a la 'Caravana a Grecia: abriendo fronteras' y para la policía que custodia la zona. No hay ningún receptor más por allí.
Están esperando a que se les reubique en algún otro país de una Europa que les está ignorando sin ruborizarse
Idomeni ha vuelto a recuperar su población habitual, en torno a 100 personas, que aumentó hasta 14.000 antes de que el 24 del mayo se desmantelase el campamento. Las personas refugiadas que vivían allí están ahora en los 48 asentamientos situados en territorio griego. Alrededor de 5.000 personas fueron a parar a Diavata. el primer campo construido por el ejército heleno en el que sobreviven 1.323 personas: el 82,84% provienen de Siria. El 48,9% de la población del campo son menores de edad.
Una mujer lava la ropa en una estructura de metal que sostiene una veintena de grifos. El agua no es potable. Frota unos pantalones durante un rato, luego los escurre con fuerza. Se acerca a la valla que delimita el campo de personas refugiadas de Diavata, al norte de Grecia, y los tiende. Justo después se pierde entre las tiendas de campaña. En apenas cinco minutos podría habérselos puesto. El sol abrasa con 32º. La llamada a la oración suena entre el alboroto que montan un grupo de niños y niñas que hacen cola para tocar las cámaras de Telesur. Cogen el trípode, que utilizan para simular una metralleta. En muchos lugares del mundo, los niños juegan a la guerra. En otros, la guerra juega con ellos.
La puerta del campo está abierta, pero no hay mucho trajín de personas. Las sonrisas de los más pequeños colorean el recinto, que es de un gris pesado. Los espacios acondicionados como viviendas están señalados con números correlativos. Algunas son tiendas de campaña, con el logo de Acnur; otras, estructuras de PVC, que aísla mejor las inclemencias del clima. En gran parte del asentamiento, el suelo es de pequeñas piedras. Debió costarles mucho anclar allí las piquetas de los vientos.
El calor es insoportable. El ambiente es tranquilo. No me atrevo a decir aburrido. Desde la coordinación del campo aseguran que se debe a que provienen del mismo país, algo que favorece las relaciones personales en una situación que, a pesar de ello, resulta insoportable. Están esperando a que se les reubique en algún otro país de una Europa que les está ignorando sin ruborizarse. Muchas quieren hablar de su situación, pero prefieren no ser filmadas. En la entrada de una de las tiendas, una mujer está sentada en una cama. Perdió los pies al estallar una bomba.
Sin fecha tope para la incertidumbre
Un miembro del ejército griego nos guía por el campo, de difícil acceso para la prensa. Parecen tener buena relación con él. Un hombre se detiene para invitarle a su boda, una mujer le acerca a su bebé para hacerles una foto, un señor sonriente le quita la gorra entre bromas. Reconoce las dificultades a las que se enfrentan y asegura que no se trata de un “campamento perfecto”, ignorando que esa expresión es un oximorón. En el campamento la corriente eléctrica falla continuamente y no llega para abastecer a todos, un joven se queja de que apenas sale agua de las duchas, los baños son portátiles. Todo parece provisional aunque no hay visos de que la situación vaya a mejorar a corto plazo. Nadie les dice en qué punto está su situación, no saben a qué país podrán viajar ni cuándo. La incertidumbre se mezcla con la rabia y el hastío. Las únicas piezas que se mueven allí son las del ajedrez con el que dos adolescentes se entretienen a la sombra. En la puerta de su tienda, una mujer sale a pedirnos que contemos la precariedad del campo. Su marido está ya en Alemania y ella, desesperada en Grecia. “Muero diez veces al día”, se lamenta. Vive con sus cuatro hijos y repite en varias ocasiones que un viaje así es difícil para las mujeres. “Somos más débiles”, dice. No aparenta ninguna fragilidad, pero, desde luego, se enfrenta a más peligros.
Organizaciones no gubernamentales y activistas denuncian continuamente la situación de vulnerabilidad a la que se enfrentan mujeres y niñas en todos los procesos migratorios. En Diavata, hay un espacio para ellas. La trabajadora que nos atiende se niega a contarnos qué trabajo hacen sin la presencia de la coordinadora del servicio En las paredes hay mandalas y una caja de cartón en la que pone: “Caja de preguntas. ¿Qué quieres saber?”.
El principal planteamiento de la 'Caravana a Grecia: abriendo fronteras' pasa por trascender la solidaridad. De ahí que su última parada no sea un campo de refugiados, sino la embajada española en Atenas, que se encuentra en una de las calles más caras de la ciudad. El mensaje de la organización es claro: exigen al Gobierno español un cambio de actitud ante las políticas europeas de migraciones, que sólo pueden avergonzar a quienes creen en los Derechos Humanos. Entre cánticos, performances, gritos, pancartas y quema de pasaportes comienza el viaje de vuelta. De Grecia a España basta con el DNI.