“Nunca hemos firmado un manifiesto”
- EL LEGADO DE LOS ‘70 ha marcado a muchos jóvenes autores chilenos.
DIAGONAL: Después de
1973, el potencial en el teatro
universitario chileno es
enorme, el legado del realismo
épico de denuncia,
las palabras para ser dichas
más que leídas…
¿Qué ha pasado con ésto?
CRISTIÁN FIGUEROA:
La diferencia viene no tanto
de la dramaturgia como
de la puesta en escena. En
los ‘80, la vanguardia y la
ruptura realista venían por
la puesta en escena. Ahora
es difícil hacer teatro realista.
MAURICIO BARRÍA: El
‘73 como punto de inflexión.
La historia de la escritura
dramática chilena
es la historia de un grupo
de escritores sociales muy
ligados a la literatura y al
‘aunque-hacer-teatral’.
Porque existe el teatro y
hay que hacer teatro. En
términos estrictos, el primer
dramaturgo que genera
en los ‘60 una ruptura
es Jorge Díaz, pero no
se renuevan los imaginarios,
se sigue escribiendo
desde imaginarios muy
burgueses. Con la dictadura
hay una puesta al día
muy rápida de un imaginario
urbano y de lo mediático
en Chile de una
manera no crítica, y no lúcida.
Todo esto lo recogen
Marco Antonio De la
Parra, Benjamín Galemiri,
Juan Radrigán, Ramón
Griffero, Jorge Díaz…
Grandes transmisores, como
el trabajo escénico
que hizo Víctor Jara antes
de morir. Fue crucial, pero
la historia de Jara quedó
truncada.
D.: ¿Cómo ha repercutido
ésto en los modos de producción
teatral chilena?
LUCÍA DE LA MAZA:
Nosotros fuimos alumnos
de estos maestros que trajeron
cosas de fuera.
Ocurrió una mezcla de lo
que existía en Chile, el teatro
tradicional en espacios
grandes, y nuevos estímulos
para hacer cosas que
todavía no habíamos visto.
Luego salimos y vimos que
eran cosas que ya estaban
pasando, pero para nosotros
eran formas que estaban
en el aire. Ante la falta
de espacios, los actores
que estábamos en escuelas
de teatro decidimos probar
y surgieron festivales alternativos
con muy poco apoyo
institucional. El movimiento
y formas de trabajo
que surgieron tienen que
ver con la autogestión.
Cualquiera de estos autores
tiene una compañía
que lo avala en la producción,
trabaja con equipos
de actores, él mismo dirige
y produce con fondos estatales.
Ya no hay teatros nacionales.
Hoy la única forma
de conseguir dinero para
estrenar es concursar
con gente que tiene otras
trayectorias. No hay un espacio
estatal dedicado a
desarrollar la dramaturgia.
Los espacios teatrales los
han generado los autores.
C.F.: La palabra ‘alumno’
es muy fuerte en Chile,
porque hasta hace poco no
había estudios formales.
Nuestras verdaderas escuelas
fueron los talleres,
donde cada uno trabajaba
su experiencia con el público.
M.B.: Estoy seguro de que
cada uno de nosotros piensa
una cosa muy diferente
del teatro. Sin embargo,
hemos coincidido en la necesidad
de generar discursos
públicos. Pero no queremos
ser iguales. Nunca
hemos firmado un manifiesto.
Hemos hecho acciones
concretas y ahora somos
un grupo de gestores
también. Chile es un país
modelo de las políticas neoliberales,
y en el caso del
arte no es distinto. Desde
chicos, nos hemos acostumbrado
a formular instancias
de proyecto, como
si fuera una empresa. Esto
determina la forma en que
producimos. Pero tengo la
sensación de que hemos logrado
establecer un nexo
crítico, una distancia tensa
respecto de estas políticas.
La institucionalidad cultural
de Chile es demasiado
empresarial y quiere productos
de consumo. Sin
embargo, instancias intermedias
están generando
una forma de entender lo
político de una forma
transformadora.
C.F.: El Estado chileno ha
sido involutivo. En los primeros
años de ‘democracia’
hubo mucha efervescencia
y muchas ganas de
apoyo. El Consejo Nacional
de la Cultura y las
Artes tiene sólo tres años y
los que han estado a la cabeza
han hecho lo que han
podido. Pero nuestros apoyos
son gremiales, no institucionales.
Creo que
cuanto más apoyo institucional
de este tipo, menos
urgencia hay por escribir y
hacer teatro. Nuestros colegas
están descansando
mucho en los premios. Así
que para la producción teatral
chilena, las políticas
culturales han sido perjudiciales.
D.: ¿Cómo llega a América
Latina la figura occidental
del dramaturgo?
M.B.: El concepto de autor
también se ha cuestionado.
Hay una extraña paradoja
entre un énfasis radical del
individualismo y una masificación
radical de ese individualismo.
Ser individuo
significa hoy seguir la moda.
La individualidad en un
mundo que proclama tanta
libertad está muy reducida.
Los textos llevan una
resistencia: un autor-sujeto
que intenta generar una
fractura dentro de la masificación.
Es entonces cuando
cambia el concepto decimonónico
de autoría.
Ninguno de nosotros piensa
que el texto es una obra
hecha para sí misma, si no
algo abierto, a la espera de
una discusión. Las formas
de resistencia cultural son
paradójicas ahora. Es como
hacer un periódico, hay
que entrar en unas relaciones
de producción para generar
una diferencia. Ese
hilo corrido es lo interesante.
Llegará un momento en
que el chaleco tendrá muchos
hilos corridos.
C.F.: Yo reivindico la figura
del dramaturgo desde el
punto de vista del diálogo
con otros artistas y autores.
La composición de un espectáculo
teatral no puede
estar hecha solamente por
el escritor, que es sólo el
primer provocador.