“No sé si mis versos eran buenos o malos, sé que eran versos necesarios”
Fernando Macarro
Castillo nació en
1920 en una aldea
salmantina, al regazo
de una familia de jornaleros
“pobrísimos”. Con seis
años, de la mano de su hermana
Margarita, viaja a Alcalá
de Henares, donde se pone a
trabajar, y a los 15 participa
en el congreso que funda las
Juventudes Socialistas Unificadas
(JSU). La Guerra Civil
marca su adolescencia: el 8 de
enero de 1937 los junkers alemanes
bombardean Alcalá y
él recoge de entre los escombros
el cadáver de su padre.
Aunque aún es menor, decide
enrolarse en la defensa de
Madrid “como una manera de
comprometerme más por la
muerte de mi padre”. Y en
1939, tras escaparse del campo
de concentración de
Albatera, que retratara Max
Aub en su Laberinto mágico,
es detenido en Madrid, acusado
de dirigir la JSU. No saldría
de prisión hasta 1961,
después de unas campañas
internacionales clamando
por su libertad, siendo el preso
de la guerra civil que más
años pasó entre rejas.
Sus años de cautiverio, con
dos sentencias de muerte a
cuestas y sufriendo tras los
muros la muerte de su madre
a los pies de la prisión, nada
más conocer la segunda de
ellas (dictada tras presentarse
como responsable de una
publicación en la cárcel para
festejar el Primero de Mayo
de 1943), fueron siempre una
demostración de dignidad.
En la cárcel fue el aliento
constante de los demás presos,
a quienes incitaba a levantar
la cabeza y no bajar
los brazos. Estuvo 22 años
encarcelado, mientras sus
versos salían como pájaros libres
de la prisión, en boca de
compañeros o escondidos
entre papeles, hasta conseguir
liberarle a él. Así se fue
forjando este poeta –cuyo
nombre es un homenaje a sus
padres–, uno de los más humanos
e íntegros que vio el
siglo XX. Él recuerda: “El día
en que salí en libertad, los
compañeros se amontonaron
a la puerta del patio y recuerdo
que me decían: ¡no nos olvides!
Eso que para ellos era
una esperanza, para mí es un
compromiso que yo cumpliré
toda la vida. Porque allá donde
voy, ellos vienen conmigo.
Y por eso me siento un hijo
de la solidaridad y dedico a
ella todo mi tiempo”.
América Latina
en el corazón
Al salir de prisión, cruza el
charco para agradecer la solidaridad
que le brindaron
los pueblos latinoamericanos.
Allí le espera un recibimiento
multitudinario y
conoce a Neruda, a buena
parte del exilio español y a
tantas otras figuras políticas
y culturales que le hacen estrechar
unos lazos inquebrantables.
“En las cárceles
chilenas, uruguayas y argentinas
–nos cuenta– pasaban
mis poemas clandestinamente
a sus prisiones y decían
“¡como Marcos Ana hay que
resistir!”, y no puede haber
nada más gratificante que te
digan esas cosas, que te dieras
cuenta de que un papel
que tú habías escrito en una
prisión servía para alentar el
corazón de otros, en circunstancias
semejantes”. Y concluye:
“No sé si mis versos
eran buenos o eran malos, lo
que sé es que eran versos necesarios,
porque contribuyeron
a movilizar al mundo por
mis compañeros”.
La vida en la cárcel
Para Marcos Ana hubo dos
partes en su vida en prisión.
“La primera duró hasta el
‘44, que fue un periodo de supervivencia,
donde no sólo
morías en paredones de eje cución, sino que te encontrabas
por la mañana cuando
despertabas con compañeros
al lado que habían
muerto de hambre, o de frío,
o producto de las torturas, o
de infecciones... Fue una
época terrible en la que te
comías la hierba que salía
entre las baldosas del patio.
Y la segunda época es a partir
de que el ejército soviético
rompe el espinazo del
ejército alemán en Stalingrado.
Entonces los guardianes
estaban desmoralizados,
porque comprendían
que la guerra no la iban a
ganar ellos. Se acercaban a
nosotros justificándose, y
hablándonos mal de otros
guardianes... Y así hicimos
de la cárcel una universidad”.
En la cárcel vivían en
comuna, perfectamente organizados
entre compañeros,
y se daba la paradoja de
que “a veces, al salir a la calle,
había quien quedaba
completamente hundido en
la soledad”. En Burgos, el
poeta funda una tertulia, La
Aldaba, de la que pronto nace
su propia revista. “Allí
empecé a escribir mis poemas”,
apunta, “que luego los
sacábamos por esos caminos
milagrosos que abríamos
en la noche de nuestras
cárceles. Nunca publiqué en
ninguna editorial; los que
los sacaban a la luz eran los
comités de solidaridad”.
Con el tiempo, la ilusión y el
esfuerzo, los reclusos consiguieron
montar una obra de
teatro sobre la vida de
Miguel Hernández. “En la
prisión luché mucho contra
esa división entre presos
políticos y comunes. Había
entre los presos políticos
una tendencia a menospreciarlos.
Y ellos eran presos
sociales, gente joven que
estaba presa por haber
robado un poco de pan.
Cambiamos la política allí y
empezamos a incorporarlos
en nuestras clases de
cultura. Cuando comenzaron
a dejarnos jugar al fútbol,
yo creé el equipo de Los
Aguilillas, que eran todo
presos comunes, y nos llevábamos
todos los campeonatos.
Son presos sociales,
producto de una situación
como la que vivimos hoy”,
apunta. “Y luego ocurrió el
fenómeno de que muchos
de ellos volvían a la cárcel
al año, o a los seis meses,
por trabajo clandestino”.
El árbol y sus frutos
“Yo sólo con una noche condenado
a muerte podría escribir
un libro (los ruidos, los
pensamientos que tienes,
una mosca, una hormiga…
las gotas de agua cayendo en
el silencio). La fuerza de las
ideas era lo que me hacía sobrevivir”.
Su libro Decidme
cómo es un árbol recopila estremecedoras
anécdotas sobre
su vida. Manuel Vázquez
Montalbán quería ser quien
escribiera sus memorias.
Pero el destino quiso que el
barcelonés encontrara la
muerte antes de poder realizarlas.
Y Marcos Ana se decidió
a escribir el libro con la
intención de que “el mensaje
llegue. Es un libro que he
hecho, no pensando en mis
camaradas ideológicos, sino
pensando en esa inmensa
mayoría de gente que no nos
conoce y que tiene de nosotros
una imagen prefabricada
durante años y años, y
que algunas veces resulta infame.
Y luego también pensando
en la juventud, algo
que a mí me obsesiona, porque
si no logramos que las
nuevas generaciones estén
en contacto con nuestras
ideas y recojan la bandera...”.
Dice que cada día le escriben
muchos jóvenes, muchos
de ellos despolitizados,
lo que para él es su pequeña
recompensa. “Son más bien
jóvenes asombrados”, dice.
“Yo había vivido en el subsuelo
de este país y ellos no
conocían la historia”. Advierte
con humildad que “la
experiencia puede llegar a
ser contrarrevolucionaria.
Por eso tengo discusiones
con compañeros de mi generación,
porque pienso que
no se ha encontrado un lenguaje
para llegar a la juventud.
Y si no actualizas tu
experiencia, se convierte en
un estorbo para los impulsos
y la iniciativa de quien viene
detrás. Además, les quieren
hablar desde arriba, y enseñándoles
los caminos…”.
Cuando salió de prisión
tenía 41 años y, a pesar de
haber sufrido una experiencia
tan dura, mantenía intacto
su corazón de niño. Una
entrañable y estremecedora
historia con una prostituta al
salir a la vida ha dado pie para
que Pedro Almodóvar se
comprometa a hacer una película
sobre su historia.