No sabrás si has vivido si no ves a “la Varda”
Agnès Varda tiene 84 años, pero vino al Festival de Cine de Sevilla como unas castañuelas. En esta edición ha recibido un premio por toda su trayectoria y se han proyectado once sesiones de sus trabajos que, humildemente, he intentado ver casi al completo. Y de esto va lo que vas a leer a continuación, la crónica de una espectadora que a veces sufrió el empacho de ver tantas películas en tan poco tiempo, pero que terminó encantada de la vida.
Siete películas, tres documentales y tres cortos más tarde, la sensación que le queda a una es la de haber descubierto un tesoro. Y, la verdad, era de esperar. La mayoría sólo conocíamos a Agnès Varda por Los espigadores y la espigadora (2000). Esta obra evidenciaba ya que estábamos ante una directora singular. A grandes (grandísimos) rasgos, el documental es un compendio de historias reales sobre gente que rebusca entre los desperdicios para poder alimentarse. Varda se apasiona con las vivencias de cada uno de sus protagonistas, y mira desde la tristeza cuando dice “me gusta filmar el deterioro, los desechos, el derroche… pero nunca olvidaré a los que compran en la basura, cerrado ya el supermercado”. Pero no hay morbo ni lástima. Muy al contrario, nos enseña una mirada curiosa, juguetona, que busca patatas con forma de corazón entre los desechos; que encuentra paisajes artísticos donde nadie los hallaría y que observa sus manos y se sorprende de estar haciéndose vieja. Y llegar al festival, habiendo visto sólo esta película, es casi como hacer el camino hacia atrás, para descubrir qué ha llevado a Agnès Varda a ser la cineasta y en gran medida, la persona y el personaje que es.
Arlette Varda nace en Bruselas en 1928 y estudia Historia del Arte en París. Llega al cine casi sin tener ni idea, grabando por encargo unas imágenes de Sete, una pequeña ciudad pesquera, para un amigo muy enfermo que deseaba verla antes de morir. De ahí nacerá La Pointe-Courte (1955), una historia de una pareja en crisis en medio de un pueblo de pescadores. Y lo primero que atrae del drama amoroso es la fotografía, casi cubista en algunos planos, y las reflexiones “ultrapersonales” sobre el fin del amor. Pero lo que realmente fascina es el otro mundo, que parece más real, el de la gente del pueblo. Con sus verdaderas tragedias y su miseria, y también con su alegría desenfrenada y sus costumbres.
De su contacto con la Nouvelle Vague aparece Cléo de 5 a 7 (1962). Recomendada por Jean-Luc Godard, los productores le proponen hacer una película de bajo presupuesto que pudiera funcionar tan bien en taquilla como ya lo había hecho Al final de la escapada (1960). Y el resultado es una ficción muy bien construida (de una corista algo superficial que espera los resultados de unas pruebas médicas poco esperanzadores), y una estética muy bien cuidada alrededor de una ciudad, París. Es hermosa, pienso al salir del cine. Pero me temo que tendré que volver a revisarla dentro de un tiempo para emitir un veredicto más contundente.
En este momento conoce a otro de los grandes nombres de la Nueva Ola, a Jacques Demy, el que será su amor en letras mayúsculas. Luego Agnès y Demy se trasladan a vivir a Los Ángeles y a ella le da la vena hippy con Lions Love (1969), un film de un triángulo amoroso entre Viva, uno de los iconos de la factoría Warhol, y los creadores del musical Hair. Lo que podría pasar como una ficción más de unos años locos, ya deja entrever lo que serán sus sellos personales. Hay un plano en el que Viva, da la espalda a la cámara y pide perdón a Agnès por fastidiárselo. Ese plano no se corta ni se repite, va en el montaje final. También una de las actrices se queja a la directora de que hay una escena que no consigue hacerla bien, y Agnès, no sabemos si fingidamente enfadada, se pone la ropa de la protagonista y le explica como debe interpretarla, y todo eso lo vemos tal cual, sin corte ninguno. Es la Agnès Varda que empieza a autorretratarse en sus trabajos, a sentirse como parte de lo que quiere ser grabado. Pero también nos está mostrando el interés por todo lo que se desperdicia, como la de Los espigadores y la espigadora, que igualmente aprovecha todas las fotografías que puede de las más de 4000 de su viaje a las Antillas y te construye divertidos stop motions a ritmo de música cubana en Salut les cubains (1963).
Y en estas, llega e irrumpe el feminismo en su filmografía. Una canta, la otra no (1977) será la película más militante de todas, una disertación sobre el derecho de las mujeres a decidir si ser madre o no serlo, intercalado con numeritos hippies de canciones sobre la reafirmación de la mujer como tal, un poco rancios ya, para gusto de esta servidora. Pero vuelve a conquistarme con Sin techo ni ley (1985), la historia de una mujer que abandona su vida acomodada para vivir en rebeldía con el mundo, a la intemperie, haciendo lo que realmente le apetece. De acuerdo que la moraleja puede ser que la libertad femenina pasa factura (al principio, la protagonista aparece muerta de frío en mitad de la nada, después de haber sufrido una vida llena de peligros). Pero yo salgo del cine pensando en Virginie Despentes y su idea de vivir valientemente la vida y asumir las consecuencias, mucho mejor que quedarse en casa esperando a que pase nada.
Dos hallazgos más me estremecen antes del botín final: Jacquot de Nantes (1991) y Daguerreotypes (1976). En la primera, conocemos la infancia de su adorado Jaques Demy, a su manera, bien sûr, mezclando hechos de su infancia real con lo que luego serán escenas de ficción de sus películas, e intercalando planos y monólogos del propio Demy poco antes de su muerte. Y en Daguerreotypes , dará voz a sus vecinos de la calle Daguerre, en París. Nos deslumbra la belleza de esos comercios antiguos, la sencillez de los relatos pintorescos de un tiempo, allá por los setenta, y de una gente nada acostumbrada a ser escuchada.
Y el síndrome de Stendhal va y me sobreviene con Les plages d’Agnes (2008), hasta ahora su último proyecto, que no es ni más ni menos que un repaso de toda su vida, ese camino desandado hasta el principio, desde su infancia hasta un poco más allá del día de su cumpleaños, cuando le regalan 80 escobas (literalmente, en francés, es así es como diríamos nosotros “añazos” o “tacos”, por explicarlo más o menos). Vale, esta crónica no tiene ningún sentido cuando es ella misma la que puede contarte su vida, infinitamente mejor que yo. Pero si has llegado hasta aquí, te invito a que remuevas cielo y tierra hasta que la encuentres y la veas. Es el summum del arte espigar entre sus recuerdos, sus compromisos, su fascinación por el mundo y sus trabajos, y de ensamblar piezas aquí y allá, creando un collage que no es otra cosa más que ella. Y no con un ritmo fatigado, si no multiplicado por cada año de vida; más tierna, más curiosa, más traviesa, más desnuda… Podrás plantar un árbol, tener un hijo… Venga ya, para saber si estás viviendo provechosamente tu vida, tendrás que ver a la Varda.