El libro encerrado
.
- Prisión de Estremera Conversación entre participantes del proyecto con Lola Millás. Foto: Nacho Prieto.
Empezaba a despuntar una mañana
del mes de diciembre, frío
y neblinoso, cuando, acompañada
de Álvaro Crespo, me dirigía
a la prisión de Estremera. Mi cometido
consistía en impartir una
charla sobre la escritura a un
grupo de reclusos. Aunque aparentemente
me mostraba con
ese aire de seguridad del que cada
día sale temprano de su casa
para acudir al trabajo, sentía, sin
embargo, esa sensación de inquietud
que suele aparecer cuando
uno camina hacia lo desconocido.
Álvaro, que seguramente lo
había percibido, me fue dando
todo tipo de explicaciones sobre
el lugar hacia el que nos encaminábamos
y así, poco a poco,
mientras crecía la conversación
se fue diluyendo mi desasosiego
inicial. Tomamos una desviación
que parecía conducirnos hacia la
nada, pues el paisaje se iba tornando
más y más árido, tanto
que llegué a imaginar que la novela
El desierto de los tártaros,
bien podría haberse desarrollado
en aquel escenario. Pero
mientras mi mente andaba divagando
por estos derroteros, la
cortina de niebla se había ido diluyendo
para dar paso a un primer
plano, casi cinematográfico,
del edificio penitenciario.
Tras los controles, atravesados
algunos pasillos, tuve la sensación
de haberme introducido
en alguna urbanización compuesta
por varios edificios o bloques
de mediana altura, separados
por patios donde la luz era el
elemento dominante. Me preguntaba
si las personas que
caminaban de un lado a otro se
dirigían a algún lugar o simplemente
disfrutaban del sol. Pero,
en realidad, ¿adónde podrían ir?
O más bien ¿hasta dónde podrían
llegar? Porque pude advertir,
aunque difuminados por el exceso
de luz, los anchos muros de
cemento coronados por espirales
de alambre: ésos eran, físicamente,
sus límites.
En el aula seis un grupo de
hombres y mujeres, armados
de lápiz y cuaderno, esperaba
nuestra llegada. Algunos se
mostraban tensos, con aire desconfiado,
mientras que en otros
se advertía cierta impaciencia
por saber qué les iba a contar,
deseosos de que alguien los
sorprendiera.
Recuerdo que al pensar en los
muros de cemento les dije que la
literatura nos hace libres, pensé
en las alambradas y a continuación
añadí que a través de la escritura
uno puede rebelarse (con
b y con v), imaginé la monotonía
de sus días mientras los invitaba
a contar mentiras, para construir
una ficción que les sirviera para
ahuyentar cualquier sombra de
desesperación. Les dije, en fin,
que no tuvieran miedo a mezclar
ficción y realidad, precisamente
aquella que les había tocado vivir.
Tuve la sensación de ir creciéndome
mientras les hablaba
de los mecanismos de defensa
con los que cuenta el ser humano,
de la necesidad de ponerlos
en marcha, y también de señalarles
que la vida, ese suceso de
días, a los que hemos dado nombre
y fecha para no vivir en una
confusión permanente, están repletos
de sucesos y de personas,
que unos y otros van juntos y que
es conveniente estar atentos a
cuanto sucede, a lo que se dice;
observar y escuchar... “después,
cuando hayáis aprendido a atrapar
lo que flota en el aire, sois libres
para inventar”.
Aquellos rostros ya no eran los
mismos con los queme había encontrado
al llegar. Asentían con
la cabeza, esbozaban algunas
sonrisas y se aflojaban en sus
asientos. Cuando advertí que un
cierto aire de complicidad flotaba
en el ambiente, me animé a
leerles un poema que habla de
los lugares oscuros.
No tuve necesidad de insistir
para que tomaran la palabra. Primero
arrancaron con frases cortas,
pequeños sucesos. Pronto
supe que, en general, les gustaba
leer y escribir. Una mujer, puesta
en pie, explicó que había escrito
un relato sobre el maltrato
basado en su experiencia, pero
ya no me lo contaba a mí; se dirigían
unos a otros como si acabaran
de descubrirse, de saber que
estaban vivos y bien vivos. Para
entonces ya me había convertido
en mera espectadora de lo que
estaba sucediendo en el aula número
seis y no estaba dispuesta
a perderme ni un sólo detalle.
Algunos se mostraban
tensos mientras que en
otros se advertía cierta
impaciencia por saber
qué les iba a contar
Les dije que no tuvieran
miedo a mezclar ficción
y realidad, precisamente
aquella que les
ha tocado vivir
Cuando la mujer terminó se
hizo un silencio que enseguida
fue interrumpido por un hombre.
Estaba sentado de medio lado de
tal manera que mientras una mitad
de su rostro se dirigía a sus
compañeros, con la otra se comunicaba
conmigo. “Nosotros”,
dijo con firmeza, “nos hemos
reunido para escribir un libro.Ya
lo hemos terminado pero falta
revisarlo porque somos 14 autores
y eso tiene sus complicaciones...”
Quise saber más, pero en
ese instante se abrió la puerta y
una mujer asomó la cabeza para
advertirnos de que habíamos
agotado nuestro tiempo.
Seis meses más tarde
Transcurrieron algunos meses
hasta que, otra mañana, ya entrada
la primavera, Álvaro volvió
a buscarme para repetir viaje.
Nos recibió Vanesa, jurista del
centro. Los miércoles por la tarde
los dedica a trabajar en el club
de lectura, una actividad que ha
organizado para dar cabida a un
grupo de internos del Módulo de
Respeto entre los que se encuentran
los autores de lo que ellos
mismos dieron en llamar El libro
encadenado.
Las personas que me esperan
en el aula ya no son desconocidas
pero tampoco son 14 como
suponía. Cuando pregunto donde
está el resto de los compañeros
se arma un revuelo de voces
hasta que, finalmente, consigo
enterarme de que 11 de los internos
que se involucraron en este
trabajo están en tercer grado.
Son seis y Vanesa, su guía y cómplice
de experimentos literarios.
Me cuentan, emocionados, que
están trabajando en un segundo
proyecto, otro libro, pero yo insisto
en saber del primero, aquel
que surgió como una sorpresa al
final de nuestro primer encuentro.
Hay un momento de silencio
y Miguel toma la palabra:
“Aquel libro del que te hablamos
no lo hemos abandonado
pero, ahora, lo tiene un compañero
que ya no se encuentra en
el centro y está puliéndolo. Fue
algo que iniciamos con mucha
ilusión pero que, en un determinado
momento, empezó a
presentar complicaciones.
Cometimos algunos errores”.
Lola. No me extraña porque si
ya es difícil escribir en solitario,
compartirlo con catorce puede
ser toda una aventura. ¿Cómo os
planteasteis el trabajo?
Vanesa. Uno escribe el primer
capitulo, se lo pasa al siguiente
que lo engarza con su propia escritura
sin que pierda el sentido
inicial y, a la vez, introduciendo
novedades, luego lo retoma el
tercero, después el cuarto y así
hasta el final.
Lola. ¿Tú has participado en la
escritura?
Vanesa. Los dos primeros capítulos
del libro que estamos escribiendo
ahora los he trabajado yo.
Insisto en que hablemos del primero
y entonces, Micki, el hombre
que habló al final de aquella
fría mañana, toma la palabra.
Micki. El primer capítulo del primer
libro lo hice yo. Escribíamos
tres hojas por día cada uno, por
las dos caras.
“El club de lectura nos
reinserta, de momento,
entre nosotros mismos”
valora Micki, uno
de los autores del libro
Se les iluminan
los ojos cuando
piensan en la
posibilidad de dar
a conocer su trabajo
Lola. ¿A quién se le ocurrió?
Vanesa. A un interno que está en
tercer grado. Él propuso que nos
reuniéramos y lo cierto es que ha
sido una experiencia muy positiva.
De hecho antes trabajábamos
dos horas a la semana y ahora le
dedicamos cuatro.
Miguel. Ya te hemos dicho que
de los que estamos aquí, en este
momento, solamente Vanesa,
Carlos, Micki y yo trabajamos en
el primer libro. El interno que está
fuera también formó parte del
proyecto y se podría decir que lo
está reescribiendo con el material
que nos sirvió de base, porque
el gran error fue que nos lanzamos
a trabajar sin elaborar un
guión previo.Se podría decir que
nuestro primer trabajo fue experimental.
Vanesa. Contábamos con participantes de diferentes nacionalidades.
Uno de ellos, brasileño,
no dominaba el lenguaje y cuando
le llegaba su turno la historia
perdía sentido.
Miguel. Nosotros hablábamos,
vivíamos dentro de los personajes,
pero cuando en un momento
dado notamos que estos personajes
ya no eran tan nuestros
porque no nos identificábamos
con ellos, nos dimos cuenta de
que algo estaba fallando y por
eso ahora está en esa fase de recomposición.
Lola. Supongo que al reuniros
para compartir una ilusión que
finalmente se traduce en un libro
también os estáis abriendo a
los demás. Incluso el hecho de
haber escrito juntos una historia
que pueda salir más allá de los
muros de la penitenciaría, es como
si en alguna medida os estuvierais
preparando para integraros
en esa sociedad a la que en
algún momento vais a volver.
Micki. Sin ninguna duda. En el
club de lectura hemos crecido y
no lo digo sólo porque ahora le
podamos dedicar más tiempo,
pues aunque sean cuatro horas
se nos pasa rápido. Esto nos reinserta,
de momento, entre nosotros
mismos. Nos reunimos y compartimos inseguridades porque
la inseguridad se guarda para
que no te vean vulnerable.
Lola. Está bien que vayáis anotando
cualquier idea porque, seguramente,
tenéis muchas horas
para pensar…
Pedro. Muchas, aunque en realidad nunca
son demasiadas cuando
se está ocupado. Yo llevo poco
tiempo y espero salir pronto
pero, para mí, esto es una experiencia
positiva a todos los niveles
y estoy seguro de que me ayudará
cuando salga. Ahora me he
aficionado más a la lectura y veo
menos televisión. Antes la ponía
a todas horas y, sin embargo,
ahora siempre ando con un libro.
Mientras leo me meto en algún
personaje y me escapo de mis
historias personales.
Vasili. Mientras escribo voy
echando fuera algunos pensamientos
que nunca he expresado.
Son pensamientos que a veces
me dan miedo, pero a medida
que los voy poniendo en el papel
siento que mi escritura se
suelta y que le pongo más coraje.
Lola. Me llama la atención que
la única mujer que participa en
este proyecto es Vanesa, ¿no
pensasteis en compartirlo con
las internas?
Micki. El módulo es de hombres. Lo hemos intentado pero no nos dejan (risas).
Lola. Lo que estáis escribiendo es ficción ¿no?
Álex. No sé, una verdad, medio...
Carlos. Es que la mentira es necesaria según lo que se escriba. A veces hay que estar inventando cosas, pero algunos datos son verídicos. Yo no había escrito nunca y tengo que andar inventando porque los sentimientos están muy reprimidos y la mayoría de las veces no puedes sacarlos, pero es necesario desahogarse.
Álex. Mi trato con el grupo es en condición de novato, porque empecé a leer con más frecuencia cuando entré en prisión. No leo mucho, releo y vuelvo atrás y en la escritura, trato de absorber y digerir las ideas de los que tienen más experiencia. Después voy haciendo mis propias conjeturas, trazando mis ideas hasta darles forma porque mi única experiencia son las cartas. He escrito cartas en un momento en el que estaba angustiado y la verdad es que al escribir, aunque son cosas muy personales, procuro transmitir lo que siento para que el mensaje le llegue al que la lee y, de esa manera, me devuelva otra carta. Lo llamo retroalimentación y para mí es la confirmación de que estaba bien mi escrito.
Micki. A mí lo que me gustaría es que se pudiera editar nuestro libro. Hemos hecho averiguaciones y nos hemos enterado de que por 800 euros nos pueden tirar 20 ejemplares y Miguel también ha visto en el programa Página Dos de TVE que a partir de 600 euros se pueden conseguir hasta cien ejemplares.
Se les iluminan los ojos cuando piensan en la posibilidad de dar a conocer su trabajo y más cuando Vanesa confiesa su empeño de que la edición salga adelante. No fue fácil despedirse, lo hacíamos una y otra vez como si de uno y otro lado alguien estuviera esperando concertar un próximo encuentro. Ése fue el deseo que expresó Miguel antes de que llegáramos a la puerta del patio: "Tienes que volver para que te enseñemos el módulo. Ya sabes que la gente tiene una idea muy particular de todo esto. Mi mujer siempre estaba preocupada porque se imaginaba que aquí todo era como en Celda 211 y cuando por fin pudo visitar el módulo se quedó más tranquila". Volveré, les dije, expresando más un deseo que una certeza.