De fútbol, supongo
Has oído esa canción
de Los Planetas,
¿no? ¿Una en la que
Mendieta marca un gol realmente
increíble? No fue realmente
valioso, ése lo hubiera
metido Raúl; fue bonito,
sin más, y Mendieta ya
está certificado y camino del
sí es no es. Hablamos de la
belleza más relativa que
puede existir y de lo fugaz
que fue. Y, a continuación,
del edificio de emociones,
de parafernalia o de pura estética.
Del paquidermo vacío
de lunes a sábado. También
de Freud, cuando hablamos
de fútbol (cómo no)
y de algo que él hubiera desdeñado
por bajo, por embrutecedor
o (¡ay!) por aburrido.
O por poca cosa.
Se esconde detrás de los
nauseabundos acuerdos, tasaciones,
soflamas. Y surge
de la aclimatación a la categoría,
del miedo escénico,
del respeto al rival, de la descarada
calvicie del linier, de
la triste historia del que reparte
las almohadillas –pobre
y alcohólico, su mujer
[qué desgraciadita] se fue, y
mírale ahora– y el hormigón
del quinto anfiteatro. Vive de
los descerebrados. Amenaza
con descerebrar al respetable.
Pervive por el transistor
a tope y el penalti marrado
en Alicante. Y lo escriben
unos cuantos que tratan de
justificar que, como el opio,
no hay que exagerar porque
no está tan mal. Que, si le coges
el gusto, hasta parece
que sabes de qué hablas
cuando hablas de fútbol.
Y, al final, puede tratarse
de una relación primaria entre
las personas (o entre espacio
y tiempo… total, ¿a
quién le importa?). De algo
que pudo equivaler en algún
momento a una carrera de
caballos, un combate a cuchillo,
una riña familiar, un paseo
que acabó con la lluvia o
una romería; del único recurso
para entretener al tonto
del hijo o el pequeño consuelo
de sacar del asilo al abuelo,
y que compense haber
desperdiciado la tarde del domingo
si tocan los tres puntos.
Hablamos de malos momentos,
de pocos reflejos, de
manos blandas, de pies cuadrados
y de fallos realmente
increíbles. Si no de qué.