Alcalde de palco
El oficio de alcalde o alcaldesa comporta un buen número de actividades imprevistas. Algunos acompañan procesiones con inusual devoción, otros entienden que han de sonreír a cada vecino que se encuentran y los más aventureros se lanzan a la conquista de un futuro prometedor para sus conciudadanos. Con los nuevos ayuntamientos, usos y costumbres ancestrales de los regidores locales han quedado en entredicho. Pero existe un hábito que resiste cual aldea gala: si el equipo de la ciudad llega a la final, el alcalde o la alcaldesa tendrá que estar en el palco. No hay margen.
La figura del alcalde en el palco se caracteriza por el fingimiento y la rigidez. Por un lado, ha de aparentar que le importa sobremanera lo que ocurre en el terreno de juego, que siente los colores como uno más. Por otro, debe mantener la compostura: sonreír ante cada ocasión, celebrar con lentitud los goles y manifestar una ligera contrariedad al contemplar las decisiones más polémicas del colegiado. La misión resulta más agotadora que un pleno de presupuestos. Si el equipo pierde, tendrá que mostrarse compungido. Si gana, no le quedará otra que dejarse llevar por la corriente eufórica.
La consolidada tradición del alcalde de palco despierta la simpatía cordial de los aficionados. Asistir a un evento deportivo con gesto hierático, mantener ese rictus dialogante, aburrirse hasta lo indecible u ocultar las propias emociones: no deber de ser fácil. Así que, al abandonar el estadio, no es extraño que el hincha dedique unos instantes a esa pregunta recurrente de la prensa local, que abre un campo de múltiples respuestas para cualquiera que desee lo mejor para su ciudad. ¿Y usted qué haría si fuera alcalde? Dimitir, sin duda.