2015: el año que ya vimos
“El círculo se ha cerrado”. Así expresaba Sylvester Stallone su satisfacción al enterarse de que, gracias a Creed, había sido nominado al Oscar como mejor actor secundario por su séptima encarnación del boxeador Rocky Balboa, papel por el que ya fue candidato a la estatuilla dorada cuando lo interpretó por primera vez en Rocky (1976). En la próxima ceremonia de los Oscar estarán presentes además Mad Max: furia en la carretera y Star Wars: el despertar de la Fuerza, películas asimismo deudoras de imaginarios forjados antaño. Es el refrendo oficialista de que el grueso de la cultura de masas gestada durante los últimos cuarenta años ha cerrado con éxito el círculo sobre sí misma; ha materializado la figura mitológica y alquímica del uróboro, la serpiente que devora su propia cola simbolizando la repetición eterna de lo mismo.
En efecto, 2015 podría ser considerado globalmente, en tanto temporada audiovisual, un revival de lo producido en otras épocas. Las secuelas de películas próximas en el tiempo, como Vengadores: la era de Ultrón, Fast & Furious 7 y Los juegos del hambre: Sinsajo-parte 2, han seguido una lógica conocida. Pero los remakes de un cine producido en otras épocas, quizá porque los tradicionales han dejado hace tiempo de funcionar –recuérdense fiascos de crítica y comerciales como fueron Desafío total (2012), RoboCop (2014) o Point Break: Sin límites (2015)–, han sofisticado su concepto, transformándose en una combinación de resurrección, relectura y continuación.
Hasta hace poco, un remake existía para devolver vida comercial en formatos domésticos y de pago por visión a la película original, y para reajustar sus planteamientos a la medida de nuevos tiempos y nuevas audiencias. El año que acaba de terminar consagra un planteamiento aun más conservador: ya no se trata de brindarle al espectador una apariencia más o menos verosímil de novedad con un trasfondo añejo, sino de subrayar la ligazón y hasta la dependencia de lo nuevo para con lo viejo. Con ello se engatusa a un espectador envalentonado por su poder virtual y por el triunfo social de la cultura friki, que se emociona siguiendo estímulos pavlovianos –todo lo que ve lo ha visto exactamente igual antes– y que reacciona en modo consumidor de todo lo relacionado con sus películas (marcas) favoritas de siempre.
En títulos como Furia en la carretera, Jurassic World –de un tremendo cinismo al respecto– o Terminator: génesis –algo más ingeniosa–, ya se percibía esa forma de realización con plantilla apuntada, esa acepción de la imagen contemporánea como mero eco, espectro, de la creada en el pasado por artistas de más talento. Pero el caso más descarado ha sido El despertar de la Fuerza, que Disney y J.J. Abrams, con tal de no perturbar el ánimo de los fans más cerriles de la franquicia y fomentar la compra de merchandising, han materializado como remake apenas encubierto de La guerra de las galaxias (1977), aun ubicándose la acción treinta años después que en aquella, es decir, siendo en puridad una secuela. En nombre de la familiaridad, el sentido de la maravilla y el valor subversivo de la ficción han saltado por los aires... La repercusión, tanto de El despertar de la Fuerza como de Jurassic World, permite vaticinar unos años inquietantes, en los que la resurrección fílmica del pasado se entenderá sin escrúpulos de manera literal, hasta que el uróboro devenga pescadilla que se muerde la cola, un ejercicio implícito de desconfianza hacia los potenciales del presente y el futuro.