Histeria en la cartelera
En 2014, la revista digital de cine A Cuarta Parede publicaba un ensayo de título ilustrativo, Perfiles críticos de la crítica acrítica. Para su autor, Horacio M. Fernández, la crisis de legitimidad que atraviesa la crítica de cine desde hace unos años tiene como causa el temor del gremio a emitir juicios estéticos. Ante un audiovisual “ajeno a reglas y dogmas” tradicionales, en incesante evolución, que exige para aprehenderlo y valorarlo de una atención continua, el analista “ha adoptado la postura romántica de escribir sólo sobre lo que le gusta (...) describir, agradecer, adorar las películas”.
El artículo, brillante, obviaba sin embargo que, a menudo, el crítico de hoy no sabe siquiera si disfruta o no de lo que ve. Pero tiene dificultades para reconocérselo y expresarlo. Está atrapado en una maraña creciente y a la vez coercitiva –dada la influencia menguante del cine en la esfera pública– de amistades e intereses. Maraña agravada por la exposición en redes sociales, y por un simulacro de sensibilidad que aúna corrección política, un entusiasmo naif hasta lo cínico, y una alergia sospechosa a la ironía. Por otra parte, las actitudes acríticas de la crítica la están equiparando al espectador común. Para éste, nunca ha sido relevante el interés argumental o formal de una película. Sí el uso provechoso de su consumo de cara a la gestión ordinaria de sus emociones y lo social.
Analista y espectador han confluido, pues, en la retroalimentación de expectativas, entusiasmos y decepciones; en un estado de hype, de histeria global, que precisa casi a diario de nuevos estímulos en forma de ‘eventos’ tanto da si culturales, mediáticos, deportivos o políticos, arrojados a la hoguera de las vanidades y las frustraciones hasta que la pulsión colectiva da con otro oscuro objeto de deseo. El penúltimo de tales objetos ha sido Mad Max: Furia en la Carretera, corrección y aumento del director australiano George Miller sobre el concepto forjado en tres películas realizadas entre 1979 y 1985 que, hasta el momento, no eran sino cine de culto o fenomenología de los ochenta.
Los estrenos de Prometheus (2012) o Adiós al lenguaje (2014) habían suscitado ciertas tensiones entre los efectos narcolépticos del hype y los tonificantes de la crítica. Furia en la carretera ha conseguido por fin que todos los filtros de la prudencia y el interrogante hayan sido arrancados de cuajo con ojos inyectados en likes y retuits. La película ha sido considerada durante un mes el Segundo Advenimiento del Cine. Casi siempre, en base a lugares comunes descriptivos, agradecidos, aduladores, que han seguido sin pestañear las directrices marcadas por los responsables del producto y sus satélites promocionales: “Nunca has visto nada igual”. “Un director setentón da sopas con onda a los jovencitos”. “Vuelve la acción física de los ochenta”. “Un orgasmo visual para frikis y espíritus aguerridos”. “Nada de efectos digitales”. “Película feminista”.
Vivimos una cultura de las emociones, como explica Eva Illouz, “articulada por la negociación y el intercambio, por el signo de lo económico”. Una contemplación desapasionada de Furia en la Carretera sirve al efecto de relativizar las aseveraciones fogosas en torno a ella; delatar las inconsistencias que las sustentan y despertar la curiosidad en cuanto a las razones profundas de la enajenación gregaria. Pueden residir en que nos hallamos, no ante una gran película, sino ante un gran espectáculo: una conmemoración de lo que George Miller logró en Mad Max 2 (1981), y una reivindicación de lo que intentó sin éxito en Mad Max, más allá de la Cúpula del Trueno (1985). Por ello, sus imágenes responden no tanto a la lógica de la ficción, que obligaría a recogerse y concentrarse, como a la de la celebración, que exige muchedumbre y algarabía. Así lo rubrica esa guitarra que salta por los aires clausurando la acción circense de la película, reflejo inmejorable del circo en que se ha convertido la cinefilia.