El abismo de la fantasía marital
Cuando una realidad se derrumba, cuando el consenso se agrieta, qué mejor manera de hablar sobre ello que a través de la familia. De la idea institucionalizada que tenemos de la familia y su íntima relación con la realidad política y económica de un país en decadencia como es Estados Unidos, y sus colonias culturales (o sea, nosotros). El cine de David Fincher –Seven, El club de la lucha, La red social, Millenium– ha insistido en detectar esas grietas por las que algunos de sus protagonistas aspiran a huir de lo que la sociedad, el constructo generalizado, requiere de ellos: una obediencia que tiene mucho que ver con la programación de género, pero también con la violencia soterrada en la frustración de una clase media con pretensiones.
La de Nick y Amy Dunne (Ben Affleck y Rosamund Pike) está ligadas a lo creativo. Él escribe en revistas masculinas y tiene una novela en proyecto; ella es la inspiración de una famosa heroína de ficción, un personaje que ha crecido con la protagonista desde su más tierna infancia y que siempre ha ido un paso por delante de la Amy “real”. Que los autores de las aventuras de Amazing Amy sean sus progenitores, nos brinda un eje de coordenadas esclarecedor; más aún si cabe cuando, avanzado el metraje, descubrimos que, por culpa de la crisis, la fantasía marital de Nick y Amy se torna un infierno cotidiano, que sostienen económicamente los padres de ella.
Perdida comienza con una duda razonable, que deviene en acontecimiento social y que apela, precisamente, a la reconfiguración de nuestra realidad como construcción mediática; a la manipulación de la opinión pública mediante la estrategia de comunicación que cada uno hace de sí mismo. La verdad ha dejado de ser relevante; lo que ahora importa, como bien expuso Sofia Coppola en The Bling Ring (2013), es adecuar la imagen a la expectativa de una sociedad que proyecta y consume relatos de vida. La obra creativa definitiva en los tiempos del reality, la impostura institucionalizada y las redes sociales, es el simulacro de ‘vida Cosmopolitan’ como storytelling en tiempo real, cuyo objetivo es nutrir las fantasías de una clase media incapaz de admitir que ya no existe como tal.
En el caso de Perdida, la desaparición a la que alude su título –compartido por el bestseller homónimo de Gillian Flynn en el que se basa– es el acontecimiento que permite vislumbrar espacios novedosos para el matrimonio de Nick y Amy: “Somos mainstream”, murmura el marido interpretado por Ben Affleck al ver el caso de su mujer desaparecida en la televisión nacional. En efecto, la intimidad matrimonial ha dado paso a una espectacularización de lo reservado, hasta el momento, al ámbito privado. Para luchar contra la imagen mediática perfecta de Amy y disipar las sospechas de culpabilidad que la prensa amarillista ha hecho recaer sobre él, Nick acepta tomar parte en un juego que le revelará la auténtica naturaleza de su matrimonio y, a su vez, le impedirá escapar al mismo.
En cuanto a Amy, recoge el testigo de heroínas de suburbio residencial como las interpretadas por Kate Winslet en Revolutionary Road (Sam Mendes, 2008) y Little Children (Todd Field, 2006), eslabones sucesivos en el retrato de una imposibilidad: la de un relato marital y sociocultural capaz de soslayar clichés y mandatos de clase y género, que incita al salto al vacío o a una reinvención que, en la práctica, sólo supone volver a la casilla de salida de una estrategia diseñada por otros. En todas estas películas, los personajes femeninos, conscientes de su condición de marionetas, de maniquís, se reescriben a sí mismas como musas, esposas devotas, femmes fatales, con el objetivo de responder a las fantasías de sus parejas y lograr así una vía de escape a las programaciones burguesas que habían configurado los destinos de ellas y de ellos. Sintomáticas de nuestro presente, en Perdida y en la reciente Proxy (2013) son los medios de comunicación de masas los que articulan esta fantasía cuyos rasgos, engañosamente liberadores, acaban conduciendo a un callejón sin salida. //