Patón y la gramática de lo íntimo
Las feministas de los años 70 nos enseñaron que lo privado es también el territorio donde se manifiestan las relaciones de poder. Aprendimos que los entornos que hasta entonces se habían considerado privados son también espacios donde se reproducen las estructuras de dominación y sumisión de nuestra sociedad. Que aquello que denominamos individuo no es una categoría analítica autónoma, sino que se integra en los flujos y reflujos del medio que habita. Que todo aquello que engendra lo personal, al fin y al cabo, camina apegado, de la mano, de lo referencial, de lo político.
En Grietas, la nueva novela de Santi Fernández Patón, ganadora del XIX Premio Lengua de Trapo de Novela, esta revelación se materializa a través de las patologías –inventariadas o no– de personajes como Lucía, el centro gravitatorio de la novela. Una joven que padece anorexia, enfermedad que, pese a la independencia con que se aborda su tratamiento médico, es difícil desvincular de su dimensión política; de una sociedad patriarcal y capitalista, donde el cuerpo es mercancía y, por lo tanto, objeto. O como el narrador, cuya intimidad se configura en torno a una paternidad inesperada, una historia de amor oculta y una inestabilidad laboral de la que parece imposible poder escapar. Y es que Fernández Patón articula con valentía, en su novela, un imaginario social que, como si no fuera el compartido por la mayoría, a menudo queda invisibilizado en la narrativa contemporánea: el de la precariedad.
Los protagonistas de la novela de Fernández Patón, pese a sus particularidades, son en realidad un único personaje, un sujeto colectivo: esa generación que creció víctima de la idea del self-made-man que se incrustaba en sus carnes; esos jóvenes precarios que creyeron que su angustia debía ser compartimentada y que sus problemas eran disfuncionalidades que había que tratar en territorios aislados, en soledad. Pero, pese a que ésta es una generación abatida, Grietas intuye, a través de los acontecimientos sociales de los últimos años, la configuración de una nueva subjetividad. Una nueva subjetividad que hace, como hemos apuntado, de lo personal una cuestión política.
Esta nueva gramática de lo íntimo empezó a despuntar en las primeras movilizaciones del 15M en todas las plazas del país –cuyos ecos resuenan a lo largo de la novela–, en las asambleas de barrio que se articularon después de los desalojos. Más tarde y con mayor determinación, la PAH nos recordó que sí se puede si la lucha la hacemos acompañados. Es esa noción de lo colectivo que el autor anticipa para sus personajes: hay que liberarse del dolor, empoderarse, aniquilar cada concepto que nos encadene a nosotros mismos.
Con estos andamios, Santi Fernández Patón podría haber escrito una novela con una prosa panfletaria, donde retumbara más la consigna que la lucubración. Nada más lejos de la realidad: es una novela sobria y robusta, sin esloganes ni gritos sordos. Como la buena narrativa, se lee con los sentidos y el cerebro abiertos. Necesitamos novelas como Grietas en nuestro panorama literario: que diseccionen la realidad –cotidiana y social– que habitamos, que desmantelen categorías viejas, que nos recuerden que para encarar nuestras fisuras debemos dejar de claudicar ante su fuerza de succión.