Chatarra y no petróleo
No sé a cuánto está el kilo de chatarra. No se trata de un tema que frecuente los telediarios. Lo normal en los informativos consiste en alertar del precio del petróleo. El petróleo es de ricos; la chatarra, de pobres. Con el petróleo se gana dinero a mansalva; con la chatarra, bastante menos. Hay que sudar como una bestia hurgando en los vertederos para sacar 980 marcos de chatarra. Resulta una suma difícil de alcanzar cuando sólo se dispone de dos brazos, por muy hercúleos que éstos sean. ¡Que se lo digan a Hafiz, el protagonista de la película La mujer del chatarrero! Ésa es la cantidad que necesita urgentemente para costear la operación de su esposa enferma, quien se desangra tras un desgraciado aborto. El hospital, que traiciona su etimología de hospitalario, se niega a salvar la vida de esa pobre mujer si no se le paga por adelantado. Hazif no tiene dinero. Ni tampoco tarjeta sanitaria. Sólo puede presumir de dos crías tan simpáticas como revoltosas. Su familia es una humilde familia gitana que aguanta el frío helador no gracias a la calefacción central del mundo moderno sino a los haces de leña hurtados con sudor al bosque primitivo. Nadie se acuerda de ellos. Sólo el director bosnio Danis Tanovic. Los sigue febrilmente en su desamparo con su cámara samaritana. No sabemos bien si los acompaña con vocación de documental o de ficción. Pero ¿qué más da el género si el espectador siente que todo lo que se le cuenta es real? Es real, sobre todo, la injusticia.
Cada imagen
desprende una verdad dolorosa, como si hubiesen sido filmadas a golpe de mazaEn esta película no hace falta colgar el cartel mendicante “Basado en hechos reales” para creérsela. Cada una de sus imágenes desprende una verdad dolorosa, como si hubiesen sido filmadas a golpe de maza. La misma sensación de denuncia transmitía su celebrado film En tierra de nadie, con el que ganó el Oscar y ridiculizó el espectáculo de las guerras. Sólo que ahora ha derivado el humor negro hacia un dolor negro. La abulia moral con que es recibido el chatarrero por los médicos induce a meditar acerca de los niveles tan bajos en que hemos caído como civilización.
Sostienen los antropólogos de Atapuerca que la ayuda a un congénere necesitado supuso un gesto clave en el proceso de hominización. Ahora se ve que estamos retrocediendo a fases anteriores al ‘homo antecessor’. La ley del más rico es la que impera. Mirada desde la cima del arte, que no deja de ser una buena forma de tomar perspectiva, resulta una ley llena de contradicciones. Arrabal ya dramatizó en un cementerio de automóviles el absurdo del derroche. En un momento de la película el chatarrero reflexiona amargamente: “¿Por qué sufrimos siempre los mismos, los pobres?”. Hazif habla poco, pero cuando habla parece que tomara la palabra alguien muy antiguo. Su fuerza como personaje emana de las cualidades de los personajes de la tragedia griega. En su deambular angustioso en busca de ayuda se percibe no sólo la introspección de Eurípides, sino también el fatalismo de Esquilo. El espectador siente que está del todo justificado que su lamento lo dirija no sólo contra sí mismo, sino también contra el cielo. En cierto modo, el chatarrero se enfrenta, como aquellos héroes trágicos, a un destino adverso escrito con antelación en las estrellas. La única diferencia estriba en que mientras los afectados por aquella caprichosa inexorabilidad de las tragedias griegas procedían de familias acomodadas, la protagonista de este film, aunque se llame, como una patricia, Senada, viene del arroyo. Lo que provoca que su desgracia sea aún más conmovedora. El chatarrero deberá luchar más allá de lo humano si quiere salvar a su mujer porque los hados monetarios, tan inflexibles como cualquier dios severo de la antigüedad, le han apartado de su seno ya desde la cuna. Es el precio que tiene que pagar por vender chatarra y no petróleo.