Estéticas para una revolución
Fernando Castro
No podemos, ante la crudeza de los acontecimientos, andarnos con florituras, ni cabe asumir que la “solución” a un mundo delirante sea, a la manera “marxista”, declarar “más madera, esto es la guerra”; esto es, aumentar exponencialmente el delirio hasta conseguir la “implosión simulácrica” prometida por Baudrillard. Sabemos también, desde hace bastante tiempo, que la retórica más socorrida, aquella que entona la letanía de la urgencia sacrificial, no es otra cosa que la más vil de las ideologías, ésa que es calificada por el Comediante de Watchmen como “una puta mentira”. Bastaría haber leído esa obra maestra para comprender que la conspiranoia tiene unas fuentes tanatopolíticas perfectamente reconocibles. La imagen del abominable pin amarillo de la sonrisita manchado de ketchup o sangre (tampoco tiene tanta importancia la cualidad de la sustancia agridulce) introduce, para siempre, en nuestra mente un monólogo obsesivo que proyecta una de las mentes más sofisticadas y retorcidas de las últimas décadas del siglo XX. Alan Moore, más allá de cualquier dato biobibliográfico o de erudiciones frikis, podría ser caracterizado como un experto en operaciones encubiertas, una suerte de decadentista (entendiendo por tal un “experto en los detalles” que ha sido capaz de sobreponerse a las perspectivas de rana) que ha trazado impresionantes elipsis (uno de sus recursos preferidos) para presentar tramas simultáneas que no son otra cosa que una descripción alegórica del crepúsculo de los ídolos.
De cómo el mundo verdadero se convirtió en una fábula se titula un brevísimo capítulo escrito por Nietzsche en un libro,
como casi todos los suyos, demoledor, en el que se viene a reconocer que “debajo de cada máscara hay una máscara”. La vendetta es interminable, el anti-heroísmo no conoce otras consignas que las del carácter destructivo: campo raso o, por emplear una frase de aquel poeta que trató de exorcizar el azar para encontrarse atrapado en el blanco de la página, “la destrucción fue mi Beatriz”. La verdad que, en algún momento arcaico o cercano al dionisismo, fue trágica se ha tornado patética o acaso no sea otra cosa que la necrópolis de la intuición. El caos fractal que Moore convierte en literatura nos emplaza en la tensión entre el “eterno retorno del nihilismo” o la confianza en una magia que renuncia a sus oropeles ridículos para asumir su condición artística. //