Náufragos de la Europa actual
El último filme del veterano realizador Ermanno Olmi (El árbol de los zuecos) se sitúa en la Italia contemporánea, un país que criminaliza a los inmigrantes e incluso obliga a la mayoría de sus empleados públicos a delatarles. Nada que pueda sorprender en una Unión Europea de fronteras infranqueables para las personas y porosas para los capitales. En este contexto, quizá no obtuvo suficiente atención el estreno cinematográfico de Il villaggio de cartone, ahora recuperada en formato DVD.
El protagonista de la película es, quizá, un espacio: una iglesia en proceso de desmantelamiento sirve de símbolo de la descomposición europea. La obra tiende a la abstracción, a escaparse del naturalismo empleando arquetipos: ni siquiera abundan los nombres propios en esta historia de anónimos, de siluetas en la oscuridad. El público debe olvidar al Olmi bello y melancólico de El oficio de las armas: su Il villaggio di cartone no deja de ser estilizada, pero es aún más ligera en recursos económicos y dramáticos.
Todo comienza con operarios trasladando las obras de arte que contenía una parroquia condenada a desaparecer. El anciano sacerdote del lugar reacciona con un arrebato que se disipa: el espectador le puede imaginar recluido hasta el desahucio final o la misma muerte. Pero personaje y lugar vuelven a adquirir sentido con la llegada de subsaharianos que huyen de las batidas policiales. La iglesia es otra vez territorio de asilo; el cura, aun débil, se enfrenta a la policía. Ambos son alegorías de decrepitud, pero también de la posibilidad de resistir. Y de un futuro con algo de retorno a las raíces, y mucho de renovación. Porque el único infante de este triste pesebre es un bebé africano, y el protagonismo acaba recayendo finalmente en los inmigrantes, no en sus protectores ni sus perseguidores.
El bien por encima de la fe
La propuesta remite a un cristianismo popular y cooperativo. Olmi había trabajado estos materiales en otras ocasiones, pero sus dos últimos largometrajes sugieren que medita sobre los retos sociales y existenciales de un individuo en el presente, y sobre el papel que puede jugar la religión. En ellos, se pueden ver signos de la quiebra política y mediática del estado social europeo y sus derechos ciudadanos. Ahora, parece decirnos el autor de Il posto, los débiles se refugian de nuevo en terreno sagrado, a la búsqueda de otra vieja respuesta: la caridad.
No sabemos si hay algo de reproche a la laicización en este dibujo, cuestionable, de un mundo sin Dios. Seguramente se trata más bien de un lamento, puesto que un personaje también culpa a esta institución de haber dimitido de su función social. Incluso el mismo sacerdote, entregado a la desobediencia, pone el bien por encima de la ley y de la fe. Entre diálogos con aires a debate de ideas, y conflictos más tallados que moldeados (algunos inmigrantes propugnan un cambio político, otros preparan explosivos; el protagonista ataca la ley, otro cura ejerce de delator), el filme llega a una no-resolución porque el conflicto sigue existiendo una vez la cámara deja de rodar. Pero el cineasta sí explicita un mensaje concreto: “O somos nosotros los que cambiamos el curso de la historia, o será la historia la que nos cambiará a nosotros”.
Resulta interesante plantearse si el miedo a la violencia de los excluidos puede servir para construir una sociedad más justa. Y también cabe preguntarse si Olmi retrata a un sacerdote que se rebela sólo porque le han arrebatado su manera de vivir. ¿No será el protagonista uno de tantos que sólo ha despertado una vez se ha visto desposeído? El italiano concibió una película pequeña, que se autolimita en varios aspectos. Pero no parece que entregase una sucesión de obviedades, y sí una esencialización, a ratos extraña, de un momento histórico en que muchos somos los náufragos. //