La primera vez que alguien me obligó a memorizar algo y no pude fue en una clase de cívica en la escuela a la que asistía. El profesor era un amable hombre mayor que siempre llevaba traje y zapatos de charol. En su clase me vi sometida, por una parte, a incorporar la memorización como una estrategia pedagógica utilizada por los docentes en el aula y por otra, a superar mi primera prueba cívica: aprender el himno a Quito de Pe a Pa. Gracias al Señor Chávez, cada vez que suena el himno y la gente se pone muy seria, yo también contraigo los músculos faciales aunque después sólo soy capaz de tararear la primera estrofa en férvido grito:
Nuestros pechos, en férvido grito,
Te saludan ciudad inmortal,
Gloria a ti, San Francisco de Quito,
En tu historia muy noble y leal.
El himno a Quito fue sólo el principio de un largo y fallido proceso de socialización cívica. Después de dedicar semanas enteras a la tortuosa tarea de aprender el tributo a la capital de los ecuatorianos, el señor Chávez consideró que ya era suficiente y que podríamos elevar el fervor patrio hacia la siguiente escala: el Himno Nacional. Entonar el “Salve oh patria mil veces oh Patria” que tiene un coro y 6 estrofas era casi más importante que “Gloria a ti, San Francisco de Quito”. Un dato muy muy importante y que forma parte de la breve lista de pequeños orgullos nacionales es que alguien, en algún lugar, probablemente en alguna competencia planetaria de himnos nacionales, había decidido otorgarnos la medalla de plata. Nuestro himno nacional era, ni más ni menos, que el segundo mejor del mundo. Sólo nos gana la marsellesa, en Francia. Bien. El caso es que el asunto no quedó allí. En nuestro caso, aún nos aguardaba el deber de aprender a cantar fervorosamente también el himno a Alemania, país en el que si bien la mayoría de estudiantes no habíamos nacido, formaría parte de nuestros referentes al haber sido escolarizados en una institución bi-nacional.
Aprender las canciones patrias, dedicar horas de nuestro tiempo a memorizar las fechas consideradas trascendentales por la Historia oficial, repetir los nombres de los personajes que forman parte del conjunto de héroes nacionales -como Abdón Calderón, el niño mártir que herido de muerte supo sostener entre sus calcificados dientes la bandera independentista en la gesta del 24 de mayo de 1822-, formarían parte de un conjunto de rutinas escolares que han ido definiendo, a lo largo de los años, determinados tipos de ciudadanos y ciudadanas. El Colegio Alemán, como explica Andrés (2008), al igual que otras instituciones educativas privadas en Ecuador, es considerado un colegio de élite porque sus costos son relativamente altos, las admisiones restringidas, su nivel académico es supuestamente elevado y las familias a las que pertenece el alumnado son muchas veces de clase media alta. Entre sus estudiantes se puede encontrar a hijos e hijas de artistas, intelectuales, militares, empresarios y por supuesto, políticos. Se sabe, por ejemplo, que muchos socialcristianos (partido de la derecha) envían a sus hijos/as al Colegio Americano o que los hijos del Presidente Correa estudian en un liceo francés.
Se sabe también que la pertenencia a una institución educativa u otra implica siempre cierto tipo de violencia simbólica que se pone en práctica a través de un currículum explícito y visible, por un lado, y el llamado currículum oculto por otro. Claro, porque cantar el himno nacional es una mínima parte de un aparato de socialización cívica mucho más complejo cuyo fin es formar cierto tipo de subjetividades políticas. Existen vínculos muy estrechos entre democracia, estado y escuela de tal manera que el Señor Chávez no solamente nos obligaba a aprender letras y canciones nacionales, también revisaba que nuestras uñas estuviesen cortadas y limpias, la profesora de biología estaba obsesionada con los márgenes y la profesora de literatura no nos permitía reposar el codo sobre la mesa porque eso era signo de falta de atención.
La educación cívica también consistía en disciplinar los cuerpos de tal modo que quienes rompían con las normas eran considerados malcriados/as. Los maleducados se dividían en varias categorías y este no es el espacio para analizarlo. Sí lo es, en cambio, el papel que el género jugaba en su definición. Si bien la disciplina, la limpieza y el orden eran formas de ejercer el poder sobre los cuerpos en general, éstas no se aplicaban de igual manera. Había cosas que eran casi inadmisibles, sobre todo si eras una mujer: mascar chicle o sentarse inadecuadamente, por ejemplo. Si un chico se saltaba las reglas era objeto de castigos, pero si quien lo hacía era una chica, aquello se acompañaba de una suerte de desaprobación moral. Una desaprobación que es ideológica y que considera que las estudiantes debíamos ajustarnos a un modelo de feminidad que es heteropatriarcal.
Casualmente, hace unos días el presidente Correa también se ha referido públicamente a las mujeres que defienden su derecho a decidir sobre sus cuerpos como “malcriadas”. Se trata exactamente de la misma lógica. Y no sólo eso, sino que ha equiparado un acto cívico a la demanda de las mujeres y ha recurrido, además, a la amenaza como un método de intimidación.
Se ha de recordar que uno de los modos de ejercer la autoridad por parte de algunos presidentes en América Latina es a través de la apelación a los sentimientos cívicos de la ciudadanía. El presidente Correa alude a la patria que es representada por medio de ciertos símbolos y rituales como el cambio de guardia presidencial los días lunes a las 11:00 de la mañana. El cambio de guardia, asociado por el Presidente a lo más sagrado –textualmente- fue interrumpido por un grupo de manifestantes cuyo fin era expresar su desacuerdo a la ratificación por parte de la Asamblea Nacional en su tolerancia frente a la violencia sexual al obligar a las mujeres a continuar con embarazos no deseados. Como bien señala Cristina Burneo (“Nuestras muertas”), “el hecho de no permitir el aborto en caso de violación a una menor castiga a la víctima y condesciende con el agresor. Esta es solo una de las implicaciones del rechazo a este artículo, que se mantiene en la excepción de permitir el aborto de una mujer "idiota" que ha sido violada”.
A mí que me disculpen, pero ratificar unas leyes que provocan cientos de muertes, y además atacar a quienes interrumpen un acto cívico con calificativos como “muchachitas pro-aborto”, “jovencitas”, “sabidas” o “malcriaditas” es vergonzoso. Pero además, apelar al castigo público es por lo menos escandaloso. Me recuerda que mientras en las aulas se nos enseñaba a ser personas correctas, siempre hubo un silencio total, casi estremecedor cuando mis compañeros llamaban despectivamente “longa” a la chica que no vestía la ropa de cierta marca o estilo, o “indio” al niño que tenía rasgos más indígenas. “Chullas” o “zorras” eran las que ponían en práctica una vida afectivo-sexual no hegemónica y los del “C” pertenecían a un grupo considerado inferior porque eran niños y niñas que se incorporaban a la institución gracias a sus propios méritos académicos -no nosotros, una gran mayoría de mediocres cuyos padres habían estudiado en Alemania o eran descendientes de alemanes o de exalumnos del colegio. Silencio frente a la burla de los grupos que se formaban y decidían maltratar a la compañera o al compañero que era considerado diferente. Ceguera cuando el profesor de matemáticas daba palmaditas en el trasero de las niñas, complicidad cuando nadie se quería sentar junto a la hija de un carpintero que estaba allí gracias a una beca.
¿No es lo anterior la mala educación, Señor Presidente? No, lo importante no es haber interrumpido la canción patria, como tampoco lo era aprender a escribir con buena letra. Lo verdaderamente importante es la complicidad de las instituciones educativas que se han convertido en los aparatos de reproducción de los valores clasistas, sexistas, homófobos y racistas de los que son portadores muchos de los niños y niñas destinados a ser las futuras élites del país. Esas niñas que, como se sabe, también se quedan embarazadas y acuden a clínicas privadas a practicarse abortos. Niñas y jóvenes que son atendidas por ginecólogos y médicos que se aseguran de no poner en riesgo sus vidas. Las hijas de las mujeres que limpian esos centros educativos o el despacho del presidente se ven obligadas a acudir a centros clandestinos de los que muchas veces no salen con vida. No se trata de moral Señor Presidente, se trata de salud pública y clase social.
Para finalizar y en honor a la memoria del Señor Chávez, he de decir que usualmente el hombre dedicaba varios minutos de su clase a enseñarnos el arte de mover las orejas. Los primeros en aprender eran aquellos que las tenían más grandes, algunos de los que las teníamos más pequeñas tardamos más pero supimos cumplir con éxito el reto y unos pocos jamás fueron capaces de hacerlo. Mover las orejas es muy sano y provoca alegría. Imagino que la incapacidad física para hacerlo habrá sido frustrante. Pero tener las orejas cerradas, eso decía la dulce profesora que nos enseñó a leer y escribir, tener los oídos cerrados, decía, eso sí que es grave, provoca ceguera y pocas veces tiene cura.
*María Fernanda (mafe) Moscoso.
Feminista y ecologista
Bibliografía:
Andrés, Lidia (2008) Imaginarios en formación. Aprendiendo a pensar al Otro en un colegio de élite de Quito. Flacso-Quito.Edit. Flacso.
Burneo, Cristina (2013) Nuestras muertas. Artículo publicado en el Periódico Hoy. 10/10/2013