Por Yann Moulier Boutang. Texto publicado en el número de noviembre/diciembre de 2015 de la revista Multitudes. Traducción: Samuel Pulido.
A las puertas de las fábricas de Renault Billancourt, durante los años setenta, mi amigo pintor Gianmarco Montesano cerró el pico una vez a un militante maoísta que le preguntaba de manera insidiosa para quitarle toda autoridad frente a los proletarios (lo que no era difícil porque nuestro artista no escondía de ninguna manera que no llevaba el mono azul de trabajo): pero oye, ¿acaso eres obrero?. Montesano adoptó un aire inspirado y declaró: “viejo, el presidente Mao ha dicho que para saber si un huevo es fresco, ¡no hace falta ser una gallina!”. El regador se quedó impasible y regado. El proverbio era una completa invención, por supuesto, pero parecía dictado por el sentido común.
Existe todavía un equivalente en China de este proverbio. En un poema que data del período Song (960-1279), se dice: si queremos ver el Monte Hua (Hu Shan), una de las cinco montañas sagradas del país, hay que salir de ella.
Moraleja: para saber si el populismo, antiguo y moderno, es fresco o adulterado, no es necesario, gracias a Dios, ser populista. Al contrario.
La vinculación explícita que mi antiguo estudiante de tesis Íñigo Errejón (brillante co-redactor de la constitución de Evo Morales en Bolivia cuando no había llegado a los treinta años) a Ernesto Laclau y a su tentativa de rehabilitar una política “popular” frente a la degradación de la izquierda institucional y a la vez frente a los límites –hay que decirlo bien– de los “marxistas más inteligentes del mundo” exige, como nos esforzamos en este dossier, evaluar esta receta contra la postración que parece afectar a la política. Resumiría esta enfermedad en pocas palabras: ¿cómo es posible que con la crisis que sufre el capitalismo desde 1975 (la friolera de cuarenta años), a diferencia de la Gran Depresión (1929-1939), de la Larga Depresión (1873-1994), no veamos todavía que llegue nada, como la hermana Ana del cuento de Perrault? Ni la sombra de un movimiento obrero potente nacido bajo la sombra con botas de Bismarck, ni el inicio de un New Deal. Una buena derrota de la izquierda clásica (el socio-liberalismo) cada día más indiscernible de una derecha moderada, pero también un desastre de la izquierda radical. Ciertamente, la victoria de Syriza, la esperada victoria de Podemos, la constitución de un gobierno de coalición de izquierda en Portugal, el viraje a la izquierda del Labour británico con la elección abrumadora de Corbyn, alivian el corazón de la izquierda.
El populismo me ama, a mí el demócrata, el radical, el partidario del movimiento que va a la raíz de las cosas y mi respuesta vuelve obstinada: “¡yo tampoco!”
Pero estas victorias todavía frescas o por llegar dejan un regusto de duda en la boca: el pueblo reencontrado, ¿no va a escindirse, del mismo modo que las jornadas de junio de 1848 siguieron a la caída de la monarquía de julio en febrero del mismo año? Yanis Varoufakis, Eustache Kouvelakis, Frédéric Lordon, nuestro Mélénchon nacional así lo piensan. El Pueblo será engañado por Europa, el euro y el Banco Central Europeo. Para Frédéric Lordon, Syriza ya había perdido desde su victoria en enero de 2015 por no haber querido darle la vuelta a la mesa (= salir del euro). Y lógicamente Jacques Sapir estima que esa es hoy la prioridad política. Pero de creer a este último, para obtener este resultado político, haría falta constituir un bloque histórico (¡ay Gramsci, de nuestros pecados!) con todos los partidos políticos que son anti-europeos, y por tanto también con el Frente Nacional. Comeremos con el diablo aunque sea con una cuchara tan grande. Después de todo, el camarada Lenin, para derribar a los socialistas revolucionarios en octubre, no dudó en tomar el tren de Finlandia, amablemente prestado por el Reich alemán, para avanzar los eslóganes “la paz ahora” y la “tierra para los campesinos” (eslogan que disgustaba a los bolcheviques tanto como a K. Kautsky).
¿Es el populismo la enfermedad infantil de la multitud? Por el plato de lentejas del pueblo reencontrado en las urnas, ¿hace falta liquidar Europa y la ecología política, las únicas invenciones políticas del fin del segundo milenio e inicio del tercero? Todo en mí dice: non possumus, ¡es imposible y esta vez en castellano [N. del T. francés, en el original]!
Esa es mi convicción, mi primer impulso, pero mantengamos la cabeza fría. El populismo es un plato adulterado, temible como la manzana envenenada de la bruja del Pueblo, la de Michelet y Grimm a la vez, que desea mirarse en el espejo indefinidamente. Hay que salir del populismo para percibir qué océano de decepciones nos espera. Hemos tenido ya a Lenin y a Mao embalsamados en los dos imperios que acabarán siendo probablemente los últimos países capitalistas. Escrito esto, argumentemos a contracorriente las razones de este extraño ballet: el populismo me ama, a mí el demócrata, el radical, el partidario del movimiento que va a la raíz de las cosas y mi respuesta vuelve obstinada: “¡yo tampoco!”.
Antonio Gramsci, que pagó con la prisión y con su vida la incapacidad del Partido Comunista y del Kommintern de bloquear la resistible ascensión del fascismo y del nazismo, desarrolló post festum un análisis que integraba el papel de la hegemonía cultural como elemento indispensable para escapar al determinismo economicista, pecado venial de la Tercera Internacional. Para él, solo la alianza de clases heterogéneas en sus intereses materiales es eficaz para oponer un bloque histórico democrático a la dominación de la burguesía bajo su forma “fascista”. Ahora bien, lo que puede cimentar ese bloque histórico es la cultura y la ideología que permitirán al partido revolucionario ejercer una contra-hegemonía eficaz frente al consenso cultural del que la burguesía se ocupó activamente, frente a los partidos obreros que desatendieron este terreno. Para comprender a Gramsci, basta leer a su compañero de prisión (que salió de ella y murió en 1970), Amadeo Bordiga, el otro gran vencido en el seno del Partido Comunista Italiano. Bordiga sostuvo posiciones en todo punto opuestas a las de Gramsci y a las del Kommintern: denuncia de la línea de Frente Único (y por tanto la unión con la izquierda socialista), reivindicación de más democracia, importancia crucial del programa frente a la confusión del bloque histórico, debilidad o carácter siempre engañoso de la ideología.
Uno y otro gran dirigente del Partido Comunista Italiano piensan, en condiciones de reflujo, cómo conquistar o reconquistar el Estado.
Resulta asombroso constatar que Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, en su libro Hegemonía y estrategia socialista (1985) exaltan la importancia de la lucha de clases, antes que el determinismo económico. Para ellos, para que los movimientos de izquierda accedan al poder y logren llevar un proyecto socialista de transformación revolucionaria, alicaído desde los años 1970, deben construir amplias alianzas con diferentes grupos en un proyecto de democracia radical y plural en torno a los valores de libertad e igualdad, incluso aunque permanezca una amplia indeterminación sobre el sentido de estas alianzas y continúe un debate interno entre los componentes de esta izquierda “plural”. Al purismo del programa de partido, debe reemplazarlo una plataforma susceptible de reunir e introducir el concepto de bloque histórico dotado de una hegemonía ideológica en la sociedad como en la izquierda y finalmente en el Estado. Las entidades sociales construyen, por medio de las prácticas sociales, las “experiencias de vida” caras a Wittgenstein, un discurso que define su identidad. La identidad masculina es construida, la identidad de los valores resulta de una construcción cultural. En su antepenúltima obra antes de su muerte, La razón populista, Ernesto Laclau estima que “el Pueblo” es el resultado de tal construcción cultural. Y el populismo construye un discurso en torno a un significante vacío (palabras que expresan una idea universal de justicia que estructurará la vida política y traducirá la hegemonía de la izquierda en la cultura), condición indispensable de una victoria democrática, ya que a Laclau le importa poco el “programa” como contenido de la idea. Para Berstein el movimiento es todo, el objetivo nada. Para Laclau, es el efecto de la idea, de las palabras (poco importa cuáles) lo que cuenta. La eficacia de la hegemonía cultural es la ideología que todo lo atrapa. Precisar demasiado el programa dificulta la conquista de las masas.
¿Pero qué valores? ¿El empleo para todos, la abolición del despido como pedía hace tiempo la Liga Comunista y la izquierda radical?
En este sentido Laclau se inscribe en la línea de Gramsci completada por Althusser: no se sale de la ideología, lo que cuenta es la hegemonía entendida en el sentido de un consenso aceptado como legítimo y casi natural, incluso si los políticos saben que está construida en su gramática, en su léxico. El operaísmo en sus dos vertientes, ya sea la del primer Tronti (el de Obreros y Capital, no el tardío de la autonomía de lo político), o el de Negri, en las antípodas de Althusser, detesta la ideología. Como Bordiga, que definía en El marxismo de los tartamudos (1952) que la matriz de la ideología se construía en el capitalismo bajo la forma del fetichismo de la forma salarial del trabajo, y que la ideología era siempre mistificadora, no piensan que la ideología sea jamás positiva. Siempre está de lado de los aparatos ideológicos del Estado. Pero en el Althusser de 1970 (antes del materialismo aleatorio y de una verdadera teología de la liberación comunista) no se sale jamás de la ideología. El sujeto, en sus pretensiones de liberación es una sujeción, una interpelación. Aunque el autor de Para leer El Capital tome sus distancias con el historicismo de la matriz gramsciana inicial de su pensamiento sobre la ideología. Tomemos el famoso ejemplo en Gramsci, el de Maquiavelo y El Príncipe. El objeto político del Príncipe de Maquiavelo es la unidad italiana ausente. Lo cual no es un significante vacío (un globo o un cajón de sastre), es la unidad de Italia que falta después del fracaso de la unificación del país bajo la dominación de Cesar Borgia. Dicho de otro modo, es un significado faltante y no un significado vacío.
El Pueblo es siempre el Pueblo que falta, y la multitud, como la teología negativa, es la definición de lo que el Pueblo verdadero, el que falta, no es, prefiere no ser. El populismo es el sucedáneo (ersatz) del Pueblo que falta, y en este reflujo, el elogio de la ideología. ¿Cómo este elogio cínico de la ideología puede ser compatible con la perspectiva de liberación que conlleva todavía la noción de revolución?
La segunda crítica en relación a su acoplamiento con la democracia y su profundización trata del concepto de hegemonía. La hegemonía significa la dominación de un Estado, de un grupo, de una clase, sobre otro Estado, sobre la población, sobre otra clase o sobre diversas clases. Pero esta dominación es aceptada e interiorizada como legítima. Es la jugarreta de Atenas a los habitantes de Delos: no solo deben aceptar pagar el pesado tributo de la Liga sino que deben considerarla legítima, aceptarla. La pérdida de hegemonía es el momento en el que existe la dominación pero sin consenso. ¿La hegemonía obrera o comunista en una democracia, “siempre cada vez más profunda”, según la fórmula inenarrable de los países del socialismo real, puede llegar a ser, sin reírnos, el consenso sobre la dominación? ¿Creemos que la ingenuidad consensualista, “acorazada de coerción” de esta toma “democrática” del poder, es aceptable para los “aliados”? ¿Para aliados que no se asemejan a una sociedad compuesta de una elite del 5% de la población en un océano de mujiks analfabetos? No es degradando la política, que ya está en un estado catastrófico, en populismo, como se lucha contra el asco creciente que inspira la política institucional.
La dirección más fructífera no es la de quedar pegados a la pequeña Europa, a su geopolítica electoral (que ni siquiera trata del único sujeto político, a saber, la organización de Europa)
La tercera crítica es la sorprendente debilidad teórica y empírica de las perspectivas estratégicas del populismo en Laclau. La toma del poder ha reemplazado “el movimiento que es todo” de Berstein. En este sentido, el objetivo es la toma del poder (esencialmente electoral porque la alianza de clases y grupos se vuelve necesaria por la aritmética electoral), ¿pero para hacer qué? El socialismo de Laclau representa todas las insuficiencias demostradas por el programa del socialismo real (socialismo duro) y el del socialismo blando (el de la socialdemocracia). ¿Aceptamos el populismo como una “cosa” para acceder al poder del Estado? ¿Pero para hacer qué? ¿Para nacionalizar las industrias y los bancos en una economía mundializada?
Indudablemente Gramsci intentó reescribir lo que debería haber sido una estrategia victoriosa contra la toma de poder del fascismo. ¡Paz a sus cenizas! Y nos vuelven a servir la formación de un bloque histórico y la reconquista de la hegemonía de los “valores” contra el Frente Nacional, Erdogan, Orbán y sus consortes en Europa. ¿Pero qué valores? ¿El empleo para todos, la abolición del despido como pedía hace tiempo la Liga Comunista y la izquierda radical? ¡El problema es que la abolición del derecho de despido figura también, junto con el fin del euro, en el programa del Frente Nacional! A fuerza de buscar tener programas amplios se acaba por trabajar para la construcción de enunciados semánticos que ya no tienen sentido.
No, decididamente, populismo refinado de Gramsci, o populismo de Laclau, un poco más degradado y pobre conceptualmente porque no vibra con ninguno de los grandes relatos constitutivos de la izquierda comunista moderna, ustedes piensan amar a quienes han clavado en su cuerpo la esperanza revolucionaria, pero dudo que aquellos les respondan otra cosa que “¡nosotros tampoco!”.
En las elecciones municipales españolas Podemos renunció a la reivindicación de la renta básica universal que había formado parte de su programa. Tras haber insistido en el programa durante el período de formación del partido, privilegió una estrategia de bloque histórico amplio que le ha permitido conquistar con otras fuerzas Barcelona. Podría decirse que Syriza renunció a una buena parte de su programa antiausteridad ante Europa para obtener, con ayuda del FMI y de Estados Unidos, una reducción de su deuda. En ambos casos, el significante vacío, el pueblo que surge o por surgir de las urnas se ha revelado sorprendentemente plástico y capaz de compromiso. ¿Oportunismo sin verdadera convicción o genio político? ¿Para que pueda vencer electoralmente (en ausencia de divisiones, incluyendo las divisiones espirituales dado que su capital intelectual ha caído en un inquietante estiaje), la izquierda está condenada al abstracto providencial, al más o menos, al Pueblo “de los tartamudos”?
Vemos que este “populismo” puede girar rápidamente a un elogio de lo “político” y de su autonomía. Lo político “als Beruf” como vocación. La prensa hormiguea con elogios de la perspicacia política de esta generación “populista” de izquierda que por fin se enfrenta al populismo de la extrema derecha, que por lo demás reivindica ser el original, aunque los partidos populistas conservadores europeos se dediquen a saquear el vocabulario de la izquierda. El de la Nación, de los pobres, el de los excluidos “de origen”.
En el número de Multitudes consagrado a la interpelación plebeya en América Latina, a partir de trabajos de André Corten y su grupo de investigación, ya mostramos que la dirección más fructífera no es la de quedar pegados a la pequeña Europa, a su geopolítica electoral (que ni siquiera trata del único sujeto político, a saber, la organización de Europa). Que hace falta unir las nociones de composición de clase a las teorías de la postcolonialidad del poder, del poder indígena. Que hace falta conjugar estrechamente movimientos y transformaciones de la esfera institucional. Todos ellos hábitos que las democracias de los países “desarrollados” del Norte han olvidado ampliamente.
Entonces, en esta coyuntura de “reflujo” (el populismo se comporta como pez en el agua del reflujo), ¿a qué criterios podemos recurrir para evitar que un populismo “de izquierda” no se prepare para convertirse en cornudo y que el Pueblo sea invitado a un banquete adulterado? En nuestra opinión, caben tres direcciones:
1. Pensar que el populismo no es el remedio sino el resultado o efecto de un dispositivo y que mientras este dispositivo no se deconstruya habrá en el ambiente populismo más bien de derecha y victorioso.
2. Que en Europa el populismo de izquierda no tiene espacio, mientras no ataque por arriba al dispositivo institucional (un proceso de federalización rampante de la Unión Europea, fuertemente embridada en el confederalismo, lo que forma una pareja infernal con un soberanismo reaccionario porque es subalterno), promoviendo una política antiausteridad en el interior del marco europeo. Dicho de otro modo, convirtiendo las presiones populares o multitudinarias en empujes federalistas. De otra manera cada empuje de la izquierda (contra la austeridad, por la igualdad, por la igualdad de circulación y de instalación de los migrantes) se transforma casi automáticamente en refuerzo del soberanismo y de la xenofobia, en repliegue identitario. Hemos intentado demostrarlo a propósito de la lección griega.
3. Que la crisis del empleo, de la forma salario y del ascenso de las formas de actividad productiva polinizadoras deben llevar consigo grandes reivindicaciones unificadoras y aceleradoras de la unificación europea, tales como una renta de existencia europea, como una garantía de un buen vivir en la transición energética y la seguridad ambiental, como la convocatoria de una constituyente europea a partir de un referéndum que verse sobre una pregunta muy simple (y no la firma en blanco a un tratado de 600 páginas), del tipo: ¿está a favor de construir un destino común de 28 miembros de la Unión con una constitución que se dote de un gobierno federal y de elegir por tanto en sufragio universal directo en todos los países miembros y al mismo tiempo una asamblea constituyente?
Un populismo de izquierda en el sentido del mal menor (como la democracia como régimen menos malo) no puede ser sino la promoción de un programa y la articulación, con palabras nuevas, del Pueblo Europeo que falta.