M. me contó en una ocasión el modo en que una conocida había superado el miedo a salir a la calle, una fobia. Lo recuerdo como el método de los pasos. Un día, ella sujeta la manilla de la puerta y la gira, sin llegar a abrirla. Respira. Al día siguiente, la abre y vuelve a cerrarla. Al otro, baja un escalón y vuelve a casa apresurada. Al siguiente, baja el segundo escalón y regresa, con la sensación de haber pisado una brasa, un volcán, cualquier cosa que desprenda calor. Y así, peldaño a peldaño, día a día, hasta llegar al portal. Entonces, abre el portal y lo cierra. Llega un momento, después de --pongamos por caso-- treinta y cinco escalones, en que la distancia que hay entre su cuerpo y la calle es realmente estrecha, es un paso tan sólo, algo que apenas da miedo, no después de los treinta y cinco peldaños anteriores; no se parece en nada al pasillo de un edificio a oscuras ni a los pasos marcados de botas que una vez de madrugada sintió justo detrás de ella durante todo el camino de regreso a casa. No. Este paso apenas da miedo, es un paso insignificante en la historia de los pasos. Pero el pie se resiste, se trastabilla mientras ve, a través de la rendija de la puerta, pasar un camión de mudanza y a un chico cruzar en bicicleta sonriente. Sube con miedo corriendo las escaleras y cierra con llave. Baja la persiana. Se acurruca. Respira. Espera. No. No era así. No era esto lo que M. me decía que sucedía. La distancia es estrecha, realmente estrecha. Sí. Ya recuerdo. Al mirar hacia atrás ve las escaleras, las escaleras que diariamente ha bajado, esa muralla que ha ido derribando día tras día, peldaño a peldaño, réplica de la que, según dicen, se ve desde el espacio. Una muy parecida. Porque, sin exagerar, el miedo es la mayor construcción humana. La diferencia entre estar dentro y fuera es de risa una vez ha conseguido abrir la puerta que da a la calle. No hay diferencia. Ni siquiera ella llega a pensarlo. Cuando lo piensa el tiempo verbal de la frase ha cambiado, es ya pasado: no había diferencia, dice, había. El pensamiento viene siempre después. Ahora sí, ve pasar un camión de mudanza y un chico cruza en bicicleta sonriente. La brisa de una mañana con sol acaricia su rostro. Cuando superas tus miedos incluso deja de llover, cómo son las cosas, ya ves --pensaba, poco convencida, mientras M. acababa de contarme la historia--. Que al final aguardase un cielo azul me parecía un cierre argumental fácil. No me convencía demasiado. Son este tipo de relatos los que nos orientan, los que nosotros mismos imitamos para explicarnos qué nos pasa. Definitivamente, los relatos terapéuticos son de todas las fábulas, nuestras preferidas.
Los de la crisis son también relatos de este tipo. Pretenden y consiguen que mantengamos buena letra, que bajemos ordenadamente los peldaños, que lleguemos por nosotros mismos a las conclusiones esperadas y entonces, ya sin riesgo, podamos criticarlo todo sin que nada llegue a desestabilizarse. Así acabamos pensando en círculos el mismo pensamiento disciplinado, las mismas alternativas trilladas que enseguida desechamos, la misma nada. La estrategia guarda cierto parecido con las líneas que los dibujos de los libros de colorear nos marcaban cuando éramos niños. Tener seis, doce o veinticuatro lápices de colores a nuestro alcance era una libertad provisional, la primera lección de docilidad y futuro conformismo. Nos creímos afortunados por tener muchos lápices cuando la libertad estaba en la hoja en blanco, nunca en los dibujos que nos daban para colorear. Del mismo modo que después de aprender a escribir sobre hojas pautadas dejamos de necesitarlas, ahora reproducimos los contornos de un pensamiento que no nos satisface, pero que no sabemos cómo dejar de pensar.
Todo es un continuo ilimitado, confirma el enfermo al derribar una puerta que da a la calle, hendiendo su azada en el terreno del cual extraerá sus palabras, él que dejó un buen día de hablar. Quizás haya llegado el momento de decirnos verdades como ésta: todo es un continuo. Nunca es una puerta la que nos mantiene a salvo del peligro, nunca el contorno de un dibujo el que nos impide continuar nuestro trazo. Si nuestra mano no se detiene hoy al llegar al borde que conocemos… ¿qué seremos capaces de pensar? ¿De qué color será esta vez el cielo?