No sé quién sería el primero en decir que la vida es eso que nos sucede antes de morir. Seguramente se dio cuenta de que estaba contraviniendo alguna norma, una que decía que había vida después y era --esa otra-- la verdaderamente importante. Seguramente no lo decía en voz muy alta pero intentaba actuar en consecuencia. No siempre es necesario decir lo que pensamos pero podemos actuar en consecuencia, que ya es bastante, lo mismo, exactamente igual de difícil, tanto o más imposible.
Hace un tiempo un amigo me contaba cómo sus padres habían trabajado duro toda la vida para sacar adelante la familia, a él y sus hermanos. Habían emigrado y regresado; habían planeado y esperado a esa edad de la jubilación en la que empezarían a vivir, a tener tiempo para ellos, para descansar y para hacer algún viaje que siempre habían querido hacer, no muchos pero sí alguno, su madre siempre había querido ir a Lourdes. A punto de alcanzar la edad esperada su madre desarrolló un cáncer que en apenas año y medio acabó con su vida. Él me decía que es ahora cuando hay que vivir, no dejarlo para más adelante. El de sus padres era el claro ejemplo de que la vida no es algo que hay que dejar para después pues puede no haber después. Me dijo aquella tarde muy seriamente que él no quería ser becario toda su vida. Llevaba un tiempo haciendo su plan para irse a Alemania. Había ya comenzado a irse. Pronto acabó de hacerlo por completo y dejé de encontrármelo en la ciudad. No fue el único.
Poco a poco, con la ciudad cada vez más desnuda de conocidos, fui aprovechando al máximo el tiempo para escribir. Tanto era así que trabajar, ir al médico, pasar la revisión al coche, se convirtieron en cosas que hacía cuando no escribía. Empezó a molestarme interrumpir el ritmo de escritura para hacer cosas como ir a trabajar. Me fastidiaba de veras dejar una frase a medias. Ir a trabajar se parecía a la tortura que de pequeña suponía para mí comer albóndigas en el colegio. Siempre comía de todo porque pensaba en los niños de África que no tenían comida, dejar comida en el plato era signo de mala educación. En casa había aprendido una especie de rectitud moral que relacionaba la comida con la justicia y con el pecado. Mi abuela decía que tirar la comida era pecado mortal. Esa fue su enseñanza de la guerra civil: el hambre. Pero las albóndigas... Pensaba que tampoco los niños de África querrían comer aquellas albóndigas, yo no se lo deseaba. Una vez me quedé castigada en el colegio hasta acabarlas. El comedor se fue vaciando. Me quedé sola, delante del plato, ya había comido el postre, el pan… quedaban las tres albóndigas, redondas y horribles delante de mí. Creo que fue mi primera experiencia de auténtica soledad. «¿Todavía estás ahí?», me preguntó una niña de mi grupo, un poco mayor, que había subido al comedor al notar que no estaba en el patio. La miré pidiendo ayuda y me ayudó. No se comió las albóndigas sino que me ayudó a meterlas en una servilleta y las tiramos por el retrete. Nunca olvidaré que me salvara aquella vez.
Ni mi amigo ni yo nos levantamos por las mañanas con un empuje de lucha final, tratamos de sostener hilos más bien finos, intentamos que no se nos escapen de las manos. Pero no es conformismo. Al contrario, son batallas en lo pequeño que redimensionan el tamaño de lo grande. Él intenta asentarse y tener una familia; yo quiero seguir escribiendo. Sabemos que la vida es eso que nos sucede antes de morir y que la libertad no es hacer lo que uno quiere, sino querer lo que uno hace. Muchas veces pienso que necesitaría una servilleta enorme y un lugar donde depositar algunas de las cosas que verdaderamente me molestan. Pero otras, tengo la sensación de fabricar cada día mi propia servilleta. La encuentro de pronto entre mis manos en el momento en que me doy cuenta de que quiero verdaderamente lo que estoy haciendo. Que todavía no he renunciado.