No sabemos cuántos, no hay datos exactos, ningún registro fiable, pero sabemos que son millones.
Viven entre nosotros. Son nuestras vecinas, comparten pupitre con nuestros hijos. Compañeras de trabajo, de fatigas. Amigas, amantes. Cultivan tu comida, limpian muchas calles, venden cedes. Comercian, venden, compran. Levantan casas y las derriban.
Algunos beben en los bares, otros prefieren las mezquitas. Bailan en Tirso, se cabrean con los partidos. Hacen lo mismo que tú, tienen tu misma sangre, fueron paridos de la misma manera. El corazón les late, su mirada ve con la misma retina. Comparten nuestro aire, nuestro agua, nuestras vidas. Ellos son nosotros. Sin embargo, millones de personas que viven en Europa están privadas del Derecho a Voto.
Cumplen las normas, pagan impuestos, padecen las políticas que otros deciden por ellos, pero no no forman parte del cuerpo político. Ellos no son ciudadanos europeos, seres de primera clase. A ellos les es conferido por los empresarios el derecho a trabajar pero no a quejarse. Ilegales, pueden ser deportados aunque su vida entera esté aquí, son tantos los nombres de los expulsados que sería imposible hacer un recuento. Aunque se deslomen a trabajar, cuando al político de turno se le ocurra serán excluidos de la sanidad. Ellos son la muestra viva de que nuestra democracia representativa, que de nuestro Estado de Derecho, de que nuestro modelo occidental civilizado se levanta sobre el privilegio racial, sobre el privilegio de clase, sobre el privilegio de género.
Los migrantes viven despojados de sus derechos laborales, cuando no son racializados por un mercado de trabajo racista y patriarcal que privilegia la supremacía del hombre blanco. Desde luego los mecanismos de racialización no son tan evidentes como en el pasado, pero baste pasear por las calles europeas, por las oficinas de las modernas empresas para ver como funciona el mercado. Las mujeres que limpian los hogares londinenses son en su mayoría procedentes de los países del este, las que friegan las oficinas, mayoritariamente africanas. Así un abrumador número de polacos levanta los edificios de la city mientras que los africanos recogen la basura del metro. El londinense tradicional, no quiere ver cerca al otro, y si depende del mismo, que al menos, sea blanco.
¿Qué decir de los rostros que aparecen en los cuadro directivos, en los parlamentos? En España son mas de 6 millones las personas de origen extranjero, dos millones con ciudadanía. Pero solo un 0,1 % de los cargos electos comparten ese origen. Las jerarquías políticas, las jerarquías empresariales parecen reproducir los obscenos cuadros de castas del siglo XVIII. En los estratos mas bajos, los negros, los sud asiáticos. Cuanto mas alto en el escalafón, mas hombre, mas blanco, mas rico.
Raza, clase y género fundamentan el gobierno del privilegio. Pero la izquierda blanca no parece darse cuenta.
Estamos en un momento histórico, nadie lo duda. Mientras en el parlamento las fuerzas de izquierda debaten sin pactar con un partido el PSOE, lastrado por un pasado de muerte y corrupción, las masas de subalternos permanecen excluidas del sistema. Como votantes, como representantes, como potencia.
La izquierda blanca prefiere seguir mirando hacia el privilegio que optar por el pueblo.
En las últimas elecciones danesas la extrema derecha determinó el curso de los acontecimientos derivando en la formación de un gobierno inédito en el Norte de Europa ¿Cuál hubiera sido el resultado de haber podido votar toda esa masa de excluidos? La respuesta la tenemos en los distritos con población migrante o población negra en Estados Unidos donde hay una larga tradición de tratar de excluir del voto a las poblaciones racializadas, a las poblaciones subalternas.
Donald Trump sabe donde ganará y donde perderá. Los números son claros, y la racialización del voto evidente. Allá donde gobiernan los republicanos las poblaciones racializadas permanecen excluidas del acceso de a los derechos fundamentales. Son los republicanos los que siguen bloqueando el acceso a la ciudadanía de millones de latinos que llevan decenas de años viviendo en Estados Unidos. Y lo hacen por que saben que si ellos son ciudadanos con derechos, perderán el poder, dejarán de gozar de la hegemonía.
Si las fuerzas de izquierda se tomaran en serio al pueblo que dicen representar, al pueblo que dicen acompañar, pondrían su mirada en los excluidos, en los que no tienen voz. En ellos encontrarían el pacto necesario para transformar nuestra sociedad.
Debemos acabar con el privilegio racial, con el privilegio de clase, con el privilegio de género. Que nadie se lleve a engaño, Europa no es ya la cuna de los Derechos Humanos. La batalla aquí por los derechos civiles y políticos no ha hecho nada mas que comenzar. En ellos no solo nos va la justicia, si no la victoria.