En el Jovellanos, estupendamente.
Todo arranca con una verbena de fiestas de pueblo: la cantante, enclavada entre un árbol gris y delante de un fondo de montañas de postal, entona "Mi jaca" -de la inefable Estrellita Castro- bajo la que resuena "Wicked Game" -del de otro modo inefable Chris Isaac-. Temón. Y así nos situamos de lleno en pleno verano, esos días estupendos, en el que el tiempo parece suspenderse y cambiar de tempo: un tempo narrativo excepcional que sirve al director, Alfredo Sanzol, para proponer algunas reflexiones sobre la vida misma, aprovechando ese transcurrir vacacional en el que la existencia del resto del año se cancela y pudiera ocurrir cualquier cosa, aunque parezca que no pasa nada.
Con un reparto de dos actrices y tres actores que interpretan sin solución de continuidad -sin cambio de vestuario, de luces, con transiciones yuxtapuestas- a multitud de personajes, tales como La nudista, La que canta, El del teléfono, El del melón o El del tronco, el director nos muestra una retahíla de escenas cortas y empalmadas unas con otras que, sin embargo, tienen un hilo del que cada una debe tirar para completar el sentido. Todo ello envuelto en una atmósfera banal y aderezado con un humor estudiadamente pachanguero -unas veces más estudiado que otras, para ser sinceras-. Los textos de cada sketch nos hablan, con lenguaje coloquial y de frases hechas, de situaciones que podrían pasar en cualquier momento, y sin embargo resultan, a la postre, extremadamente marcianas. Por ejemplo: el dolor de un torero que atropella a su gato le lleva a convertirse en antitaurino. O situaciones improblables que resultan de lo más verosímiles. Ejemplo: un padre al que su mujer ha abandonado realiza un ejercicio de asertividad encomiable confesándose con un saltamontes.
"Días estupendos" cierra la trilogía del director comenzada -allá por el 2006 en el teatro de La Cuarta Pared- con "Risas y destrucción" y seguida por "Si, pero no lo soy" (2009), en las que ya ensayó la estrategia de poner a cada actriz y actor a interpretar a varios personajes, de tal suerte que esos personajes, en realidad, serían uno solo, "un ente" como lo denomina Sanzol, "hablando así de la identidad y de como una misma persona puede ser muchas cosas diferentes".
La obra finaliza con un ritual de despedida, propio de los veranos de la infancia -intercambio de direcciones, de regalos, de yo-te-juro-que-te-escribiré, que incluye otro temón -esta vez hasta con coreografía-, compuesto expresamente para la obra por el responsable de la música, Fernando Velázquez, que ha confesado que es lo más hortera que ha compuesto en su vida. Y así son, bien o mal nos parezca, las vacaciones de verano: esos cortitos quince días en los que podemos imaginarnos dando una voltereta a nuestro discurrir en plena resaca existencial tras una noche de verbena de pueblo.