Con el proceso de integración europea, el Parlamento
no ha recibido las competencias que, sin embargo, sí
han perdido sus homónimos nacionales.
Desde su creación, el Parlamento
Europeo ha ido
ampliando competencias
y reforzando su posición
en cada tratado, hasta alcanzar el
rango de colegislador (junto con el
Consejo) en diversas materias. Sin
embargo, las elecciones al Parlamento
han tenido cada vez índices
de participación más bajos. Inmersos,
hoy, en diversas crisis simultáneas
(económica, financiera, energética,
ecológica, social y alimentaria),
no parece muy atinado el argumento
de sesudos analistas bien pagados
para explicar este hecho: “El
alto índice de abstención es una
muestra de la buena marcha de la
sociedad”. El actual contexto debería
obligar de una vez por todas a
buscar otra lectura, más realista,
del desinterés y desafección creciente
de los ciudadanos respecto a
los asuntos de Bruselas, frente a la
interesada de las élites y a la siempre
“crítica” (¿cómo no?) de respetables
“progresistas” que concluyen
dando apoyo a todo Tratado
que permita a la UE seguir funcionando,
al precio que sea.
¿De qué nos sirve el Parlamento
Europeo? ¿Es posible comprender
su papel con realismo sin atender
a la arquitectura institucional de la
Unión? ¿Y se puede examinar ésta
sin preguntarse por el sentido que
ha tenido desde sus inicios el proceso
de integración existente?
Creo que no.
Raíces mercantilistas
No hay que confundir el proceso
de integración europeo con los mejores
anhelos legados por la tradición
ilustrada europea. En el código
genético de la UE no cuesta hallar
los rasgos mercantilistas y tecnocráticos
que hoy algunos lamentan,
como si de una degeneración
se tratara. Desde mediados de los
‘70 y, sobre todo, con el Acta Única
y el Tratado de Maastricht, esos
rasgos se agravaron y acentuaron.
A partir de los ‘80, las políticas liberalizadoras
y de mercado han
avanzado sin obstáculos mientras
las políticas de carácter redistributivo
se han excluido explícitamente
del ámbito europeo o bien se han
incorporado muy lentamente.
Nada de ello pudo hacerse con
una estructura institucional democrática.
Nunca se abrió un proceso
constituyente a escala europea. Las
escasas consultas populares que se
celebraron encendieron muy pronto
la señal de alarma. El modelo institucional
consagrado ha comportado
una desdemocratización del poder
político, en un doble sentido: por un
lado, en el ámbito interno de los
Estados, los ejecutivos, tratado a tratado,
han ido vaciando de competencias
a los parlamentos respectivos al
tiempo que se liberaban de su tutela.
Por otro lado, en Bruselas, esos mismos
ejecutivos han concentrado, a
través del Consejo de Ministros y del
Consejo Europeo, muchas de las facultades
decisorias que deberían corresponder
a un Parlamento merecedor
de tal nombre.
Vistas así las cosas, las sucesivas
ampliaciones competenciales del
Parlamento, tras medio siglo de integración,
se muestran del todo insuficientes
para solventar la ausencia
de los requisitos básicos de un
Estado de Derecho, que de entrada
exigiría una verdadera separación
de poderes y otorgar al Parlamento
la iniciativa legislativa. Como también,
resultan insuficientes instrumentos,
como la Carta de Derechos
proclamada en Niza, que en aras
de compensar la creciente falta de
legitimidad se han ido incorporando
al ámbito comunitario. De esos
polvos, el lodazal en el que estamos.
En estas condiciones, el Parlamento
Europeo puede ser útil, en
el mejor de los casos, para evitar
una mayor degeneración antidemocrática
y antisocial (casos como
el rechazo de la directiva sobre el
tiempo de trabajo se podría aducir
en este punto), pero harto difícil resulta
considerarlo un instrumento
apto para refundar la UE en un sentido
más social y democrático.
También es este especial Parlamento Europeo:
[Democracia decorativa a la europea->8118]
[15.000 lobbistas para cerca de 700 diputados->8119]
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