Del anonimato de los primeros días, internet ha pasado a cobijar a personas que difunden su rostro, identidad y aficiones. Margarita Padilla rastrea las pistas de esta política de lo personal en las redes.
Hackers enganchados de
noche al ordenador en
un caos de suciedad, comida
basura y anfetas.
En los años ‘80 el ciberespacio era
un lugar para la liberación: podías
habitarlo con una nueva identidad,
o con muchas y distintas, sin miedo.
Si en última instancia el poder
es poder matar, en el ciberespacio
nadie podía matarte. Una alianza
táctica reunió a linuxeros, techies,
nerds, freaks, militantes y muchos
otros pirados. ¿Objetivo? Hacer la
red okupándola, con alevosía y nocturnidad.
¿Los medios? El software
libre, la guerrilla de la comunicación,
el travestismo de las identidades,
los alias y los nombres de guerra,
la telemática antagonista y muchas,
muchas formas de ilegalidad.
La componente más política de esta
alianza imprimió estrategia y
sentido a la espontaneidad del underground.
A nadie se le hubiera
ocurrido, en esos tiempos, poner
su foto en la web.
Pero estamos en la Web 2.0. La
tendencia ya no es construir un
espacio otro al mundo físico sino
llevar al espacio virtual todas las
facetas de mi ‘yo’ (compromisos,
aficiones, mascotas, curro o vivencias).
¿Por qué? Porque en la
Web 2.0 una voz tiene más fuerza,
legitimidad y veracidad cuanto
más real y física sea.
¿Entonces ya no se puede hablar
de anonimato en la red? Todo
lo contrario. Paradójicamente, la
densidad de ‘yoes’ que sobreexponen
sus datos personales conforma
espacios de anonimato
(Wikipedia, blogosfera, MySpace,
Twitter, Facebook, YouTube y un
largo etcétera) que son de todos y
de nadie porque no son espacios
de representación y por tanto cabe
cualquiera.
Sin duda YouTube es un grandísimo
negocio pero no es un espacio
de representación (en el sentido
en el que sí lo es, por ejemplo,
un sindicato). Y mucha gente prefiere
exponerse en esos espacios
de anonimato antes que hacerlo en
los de colectivos sociales o políticos
que sí intentan representarte,
que están diseñados para que no
quepa cualquiera y donde, precisamente
por ocultar todo lo personal,
desconfías porque no ves personas
de carne y hueso.
Los espacios de anonimato crean
algo de todos y cualquiera que,
cuando se tensa, tiene la capacidad
de (auto)convocarse (13M, V
de Vivienda, 15M...).
La militancia (a excepción, quizá,
del universo copyleft) que no
quiere contaminarse con la ambigüedad
tiene reticencias para establecer
alianzas con este anonimato
en primera persona. Pero
los espacios de anonimato no son
pura desorganización. Están cuajados
de infinidad de tonalidades,
habitados por comunidades de todo
tipo con las que se deberán sellar
nuevas alianzas, una vez que
las viejas están agotadas (que no
fracasadas).
Los espacios de anonimato en
primera persona se corresponden
con una “política de las personas”,
una política cuya fuerza opera en
una nueva recombinación de lo
público y lo privado, que ya no es
exactamente ni público ni privado,
y que a la gente le gusta llamar
“lo personal”.
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