Opinión | Elecciones 26J
Otra conflictualidad

A poco que seamos mínimamente rigurosos en lo empírico se ha de reconocer que no fue con Podemos, sino con el 15M que se inició la caída del bipartidismo. Pero confundir esto con la imposibilidad de intervenir en la arena del gobierno representativo articulado en la forma-Estado, no es un problema menor que confiar a la autonomía de lo político la productividad de los conflictos.

, Politólogo y diputado de En Comú Podem
28/06/16 · 16:13

A la hora de situarnos en el escenario postelectoral es preciso no perder la perspectiva de lo que han sido estos dos años largos desde las europeas. Desde que Podemos dio la sorpresa irrumpiendo con cinco escaños contra todo pronóstico, un argumento de reflexión se ha ido asumiendo como axioma conforme se han venido acumulando las sorpresas y, sobre todo, los éxitos. A saber: tras el momento de la protesta “social” había llegado el momento de la acción “política”. Si el 15M había sido un momento fantástico de empoderamiento y subjetivación, no lo era menos que había pecado de una ingenua impoliticidad, dejando la política con mayúsculas a los partidos del régimen. Sólo con el éxito de las europeas habríamos vuelto a una política protagonizada por la gente tras décadas de abandono a la partitocracia del 78.

Nada más falso, ni más pertinente su crítica en la reflexión por venir. El razonamiento básico subyacente a este axioma en el discurso de los últimos tiempos es que “lo político” es (y sólo es) coincidente con lo estatal, incluso cuando se entiende de manera compleja y contradictoria, como magma de intereses a menudo contrapuestos y en conflicto, y no como articulación coherente de un conjunto jerárquico de relaciones institucionalizadas. En otras palabras, y a riesgo de perder innúmeros matices: fuera de la esfera estatal no habría verdadera política; a lo sumo, descontento, disenso, disidencia... Por ende, Estado y soberanía dispondrían, a su vez, de igual y superpuesta extensión, siendo intercambiables e indiscernibles, como si el Estado actual, con todos los matices descriptivos que se le quisieran diagnosticar, fuese la maquinaria política de antaño.

Así las cosas, con el 20D se habría venido a ocluir un primer ciclo (electoral) de repolitización de la vida que habría sufrido un lapso de décadas que habría cerrado el campo político con el llamado “Desencanto”. Bajo esta perspectiva, la ausencia de “momento político” (id est, de asalto al poder estatal por medio de la vía electoral) en sendas olas de movilizaciones de finales de los ochenta y altermundialista, vendría a demostrar la congruencia argumental de quienes entienden que desde la puesta en marcha del régimen no había habido alternativas políticas (fuera del malogrado intento de Anguita con IU). Los (“nuevos”) movimientos surgidos al calor de la consolidación de una democracia (neo)liberal no habrían sido, en definitiva, otra cosa que eso: expresiones de descontento “social” que no habían logrado ser traducidos en el terreno “político”.

Y, sin embargo, también es posible una interpretación diferente a la de estas variaciones del relato que se enuncia desde la “autonomía de lo político”. Bajo una perspectiva para la que lo político es consustancialmente social, de hecho, la progresiva mutación en la composición social (de género, clase, origen, etc.) por efecto de las políticas neoliberales implementadas desde los mismos inicios del régimen del 78, trazaría un relato bien distinto y de acuerdo al cual, desde los momentos fundacionales del actual régimen (vale decir, de cierre del proceso constituyente), habríamos asistido a una progresiva disociación entre el poder constituido y su agencia (el partido “político”) en beneficio del poder constituyente y su agencia (el movimiento “social”). De resultas de ello, sólo a partir del 15M se habría alcanzado un punto de fractura tal en la composición social que la escisión constituyente habría sido inevitable. Y ello, va de suyo, no por un designio teleológico, sino por una incesante pugna, en ocasiones molecular y mucho más extensa que la del campo estatal, de la que resultaría la propia implosión del régimen del 78.

A poco que seamos mínimamente rigurosos en lo empírico se ha de reconocer que no fue con Podemos, sino con el 15M que se inició la caída del bipartidismo; no fue con la sentencia del Estatut, sino con la movilización anterior por el derecho a decidir que dio comienzo el agotamiento del Estado de las autonomías; y así sucesivamente se mire la dimensión que se quiera en la política de los últimos tiempos. No puede ser de otro modo, ya que no es el Estado el que instancia el conflicto, sino las propias relaciones sociales las que se despliegan a un tiempo superpuestas con él y, no pocas veces, contra él (aunque no siempre). Incluso en los modelos más proactivos de gobernanza el antagonismo antecede a la reacción estatal.

Pero confundir esto –a la manera en que suelen pensar las familias ideológicas de la cultura libertaria (anarquistas, autónomos, etc.)– con la imposibilidad de intervenir en la arena del gobierno representativo articulado en la forma-Estado, no es un problema menor que confiar a la autonomía de lo político la productividad de los conflictos. En un momento “gramsciano” como el actual, es preciso repensar la conflictualidad so pena de agotar el impulso constituyente que nos ha traído hasta aquí. La deserción nada desdeñable de miles de votantes, incluso si no ha alterado la parte correspondiente de representación parlamentaria, nos interpela claramente sobre las limitaciones de seguir confiando en exclusiva a la política de partido la centralidad del antagonismo.

Tras las elecciones de ayer es preciso ampliar el campo político y fortalecer la interacción más allá de las cámaras de representación. Y ello no debería llevarse a cabo incurriendo en las fórmulas ya fracasadas de la izquierda, sino reinventando la propia institucionalidad dentro y fuera del Estado. En este sentido, hablando de aquello que uno conoce mejor, los resultados de Barcelona nos plantean un reto tan complejo como apasionante. Por un lado, hemos visto aflorar expresiones de antagonismos en declarado conflicto con el poder local. Subjetividades como las que han encarnado en el último año manteros, trabajadores de TMB, okupas, etc., han aparecido impugnando un gobierno del cambio que, empero, no ha dejado por ello de ser muy bien evaluado por el conjunto de la ciudad.

Por otro lado, sin embargo, la estrategia de no implicación en la gobernanza seguida por Esquerra en el ayuntamiento le ha valido apoyos insospechados y votos inmerecidos. La dificultad de organizar una maquinaria capaz de gobernar, a la par que de traducir el conflicto en iniciativa política, no puede ser mayor. A pesar de todo, es por donde pasa el ciclo que a todas luces va a inaugurar el 26J. Más allá de lo local, de hecho, el desafortunado resultado de las generales puede traer consigo la paradójica ventaja de plantear un escenario en el que repensar el conflicto devenga central a la política a desplegar en el gobierno representativo. Urge plantear una estrategia parlamentaria más allá de la lógica de partidos, atenta a la articulación de intereses en conflicto. De otro modo se producirá una incomprensión de la tarea parlamentaria de imposible traducción en apoyo electoral. Así lo pide el ensanchamiento de las bases electorales del cambio.

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