La posibilidad de un nuevo gobierno de Rajoy, gracias a los votos de PP y Ciudadanos más la abstención del PSOE, permite vislumbrar una mayor polarización política.

La primera imagen que me revolotea la cabeza es la de una catástrofe mayúscula. En estas elecciones tanto quienes votamos como quienes no, quienes nos decantamos por el voto útil y quienes nos mantuvimos fieles a un compromiso coherente, pero no representativo, hemos perdido porque ha ganado el Partido Popular, el principal responsable político de los recortes en gastos sociales y libertades durante los últimos cuatro años. La derrota es compartida por tres de los cuatro grandes partidos que competían, si no para ganar, al menos sí para obtener mejores resultados que en los pasados comicios del 20 de diciembre y convertirse en pieza indispensable del futuro gobierno.
Cada grupo parlamentario, sin embargo, ha de gestionar solo el desastre. El PSOE intentará revestirlo de victoria épica, porque aunque ha conseguido los peores resultados en cuarenta años –con sorpasso popular en el feudo andaluz incluido– sigue siendo la principal fuerza de la oposición. Aunque no tenga opciones de gobernar, gracias en buena parte a una campaña más centrada en atacar a posibles aliados que en denunciar la gestión de Rajoy, esta situación le contenta porque le permite sostener la ficción de que el bipartidismo todavía existe. Ciudadanos, en cambio, debe resignarse a ejercer el papel de Pepito Grillo, la envenenada herencia de UPyD, haciendo frente al serio riesgo de que el PP les engulla por completo.
Pablo Iglesias afrontaba la campaña como si ya hubiese ganado las elecciones y estuviera a la caza de potenciales socios de gobierno
El caso de Unidos Podemos es aún más doloroso. Pese a ser alabado como el partido que mejor sabe interpretar la realidad, Podemos leyó mal la campaña. Como las encuestas le eran favorables, pese a que dibujaban el panorama idóneo para animar la doctrina del shock y movilizar al electorado más conservador, se decantó por unos tonos sosos y aburridos, acentuando la moderación en un momento de guerra sin cuartel: Pablo Iglesias afrontaba la campaña como si ya hubiese ganado las elecciones y estuviera a la caza de potenciales socios de gobierno. Las matemáticas electorales contribuyeron a esa sensación de euforia. Parecía que la alianza con IU iba por sí sola a reforzar, si no la victoria total, al menos sí la superación del PSOE. Pero la situación de descomposición interna en que se encontraba la coalición dirigida por Alberto Garzón no ha sido tampoco de mucha ayuda, sino todo lo contrario. La campaña por separado que llevaron a cabo los diferentes partidos englobados en UP terminó por redondear el desastre.
Los resultados del 26J implican dolorosos reajustes para los partidos: revisión de estrategias y revisión de liderazgos. Teniendo en cuenta las divisiones partidistas existentes, no da la impresión de que a corto plazo vaya a surgir una alternativa capaz de sostener un pulso con el PP, que seguramente cosecharía todavía mejores resultados en unas hipotéticas terceras elecciones. En el horizonte, sin embargo, la posibilidad de un nuevo gobierno de Rajoy, gracias a los votos de PP y Ciudadanos más la abstención del PSOE, permite vislumbrar una mayor polarización política que redundaría en beneficio de la izquierda. Para entonces la complicada trayectoria en el desierto debería haber dado sus frutos. La cuestión es si la sociedad está en condiciones de soportar un tiempo incierto de ajustes mientras se va gestando la nueva esperanza.
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