La crisis de refugiados removió hasta el fondo los pilares de la Unión. Un reto ante el que los gobiernos europeos sólo contestan balbuceando parches en forma de principios de acuerdo nacidos entre el miedo al diferente, a la creciente xenofobia y a los resultados electorales.

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El acontecer político en Europa de los últimos meses ha puesto en evidencia que la Unión tiene dos velocidades, y no hablamos en términos económicos, como habitualmente se sostiene, sino de dos ritmos en lo que respecta a la toma de decisiones cuando de lo que se trata es de los derechos y libertades de las personas.
Por una parte discurre el carril rápido. En este operan los países de trato referencial, aquellos que de facto ocupan el núcleo duro de la Unión: Alemania, Francia y el caso singular de Inglaterra. Es bien sabido que si hablamos de algún problema que a ellos afecte, los actores se movilizarán veloces y las soluciones estarán en seguida desplegadas sobre la mesa.
Un par de días precisaron los socios de la Unión para conseguir un acuerdo que trataba de calmar los ánimos antieuropeístas británicos. Los grandes mandatarios se sentaron enseguida a negociar, y en dos días fueron capaces de firmar un pacto que garantiza que el estatus del Reino Unido en la UE sea, aun, más especial. El poder de Cameron en esa reunión era incuestionable, pues el resto de actores firmaría lo que hiciera falta con tal de espantar el fantasma de la secesión. En el fondo, como siempre, el dinero. Lo que quería asegurar Cameron es tener que pagar subsidios menores a los trabajadores europeos residentes en Gran Bretaña, eso, y poder volver a casa con un trofeo bajo el brazo.
Deseo cumplido, pues los que vayan a trabajar a su país deberán esperar siete años antes de reclamar las mismas ayudas sociales que los británicos. Es cierto que este pacto no aplaza el referéndum que busca la salida de Inglaterra de la UE, pero no es menos cierto que ahora Cameron puede presentarse con el ansiado trofeo en forma de medidas que consagran su estatus especial en la Unión, y, de este modo, ofrecer argumentos con los que defender el Sí a permanecer en Europa. Una visión puramente mercantilista de la UE que recuerda bastante a la que fomentó el tatcherismo (“I want my money back”).
Y por el otro carril, el de lentos, circulan los derechos humanos, los principios éticos, todos ellos aplastados en la humillación permanente a la que sometemos a los refugiados que escapan de Siria, Iraq o Afganistán, entre otros.
Ya en 2013 ACNUR cuantificaba en 1,7 millones los refugiados sirios, advirtiendo, que de no detenerse la sangría, a finales de 2014 habría más de cuatro millones de refugiados de este país. Los campamentos de refugiados en Turquía, Jordania y el Líbano crecían y se multiplicaban, sin que desde la Unión Europea se hiciera un intento mínimamente serio de ofrecer algún tipo de solución. Un tema ajeno a la agenda política y mediática, y por lo tanto, inexistente también en la agenda social. Ni sabíamos, ni iba con nosotros.
Una ficción que se pudo mantener hasta que los barcos de refugiados que se dirigían a Europa comenzaron a multiplicarse a principios de 2015, dando pie, apenas unos meses más tarde, a la conocida como crisis de los refugiados que se saldó con un acuerdo de mínimos, y, sobre todo, ridículamente escaso en términos cuantitativos. Aparte de la poca ética que supone contabilizar personas y negociar quedarse con mil refugiados más o menos, lo cierto es que este acuerdo nació ya condenado al fracaso.
Casi medio año después de su firma, entre lo comprometido y lo hecho media un abismo de miles de dramas humanos. Basta mirar el caso de España, de los 17.000 refugiados que el gobierno se comprometió a acoger, sólo se han recibido a 18 personas. Un número insignificante entre los cientos de miles que se agolpan en Grecia convirtiendo al país heleno en el verdadero patio trasero de Europa. Un pacto que es ya papel mojado y que dio paso a un principio de acuerdo entre la Unión Europea y Turquía que pone precio a la vida de las personas y a la indignidad de nuestros gobernantes: tres mil millones de euros, para comenzar. Un principio de acuerdo que discrimina a los refugiados por nacionalidad, negando el derecho de asilo a quien no sea sirio, dejando fuera, para empezar, a afganos e iraquíes, entre otros; asume las deportaciones masivas y evidencia la intención de facilitar la entrada de Turquía en la UE.
Es la hora de decir, por lo tanto, que esta Europa, convertida en monstruo y caricatura de sí misma, ni nos sirve, ni mucho menos nos representa
La crisis de refugiados removió hasta el fondo los pilares de la Unión. Un reto ante el que los gobiernos europeos sólo contestan balbuceando parches en forma de principios de acuerdo nacidos entre el miedo al diferente, a la creciente xenofobia y a los resultados electorales. Respuestas, desde luego, que ignoran los más elementales derechos humanos y cuestionan, en su más íntima esencia, los valores sobre los que, por lo menos en el papel, se asienta la Unión. Vallas de la vergüenza, cierres de fronteras, restricciones a la libre circulación de las personas, amenazas de expulsión del espacio Schengen, incumplimiento de los acuerdos de reubicación, pero también falsas e interesadas dicotomías entre libertad y seguridad, son síntomas de la desidia e ineficacia de la Unión Europea para dar respuesta a los problemas importantes.
En resumen, dos velocidades diferentes, dos acuerdos que en el fondo, sólo ponen en evidencia, una vez más, que millones de personas no somos iguales ante la ley, ni siquiera los que nos pensábamos intocables por ser ciudadanos de países europeos. Dos velocidades que evidencian, nuevamente, no sólo el importante déficit democrático en la Unión, toda vez que el poder ejecutivo escapa a cualquier tipo de control por parte de la ciudadanía; sino la inutilidad de una institución incapaz de dar respuestas satisfactorias a los problemas que nos preocupan. Una institución convertida, cada vez más, en un fin en sí misma y en un pretendido ente abstracto donde descargar culpas. En definitiva, una excusa perfecta de los gobernantes europeos para desatender sus deberes con la ciudadanía. Porque ya saben, no somos nosotros, es Europa. Es la hora de decir, por lo tanto, que esta Europa, convertida en monstruo y caricatura de sí misma, ni nos sirve, ni mucho menos nos representa.
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