La mugre empieza a apestar debajo de las lentejuelas de esta mitad mala de “la nueva política”
En el frenesí demoscópico que ha caracterizado a este 2015, algunas encuestas fiables anuncian una reciente remontada de Podemos, que lo colocaría en una horquilla próxima al 20% de los votos. Nadie podrá negar que sería resultado excelente y bastante mejor que el esperado –de un tiempo a esta parte– hasta por sus dirigentes. “Corolario de una política acertada”, “reconocimiento a que hemos puesto sobre la mesa los problemas de la sociedad”, alegará previsiblemente la cúpula. Dudamos de la pertinencia de semejante interpretación.
En la segunda mitad de este año, los responsables de Podemos corrigieron sus expectativas iniciales con una notable revisión a la baja. Era apenas la asunción de que la fogosa asonada inicial –asaltar los cielos– tocaba a su fin y era sustituida por el melancólico desenlace que auguraba un elemental sentido de realidad. Esta deriva se intensificó en los meses subsiguientes, y el desánimo y pesimismo se instalaron en la militancia de Podemos. Y también, de modo simultáneo, en ese activismo que desde el 15M de 2011 indica que esta sociedad ha cambiado, sin vuelta atrás. Como si un hilo de sentido oculto accionase el dispositivo: “Al perder Podemos, perdemos todos”.
El PSOE, lanzado al intento de recuperar un perfil democrático y de izquierdas, no consigue aliviar el peso de la mochila neoliberal
¿A qué atribuir estos bruscos cambios en las expectativas electorales, a menos de un año del prometido asalto a los cielos? ¿A una inmadurez o precariedad de los avances conseguidos por la gigantesca marea política y social que comenzara con un “no nos representan”? ¿Al proverbial conservadurismo de las llamadas capas medias, la composición social predominante? ¿A una fatal determinación ontológica del “ser español”, que –en clave arturoperezrevertiana– gozase con la repetición de su entrega a la oligarquía?
Nada más obtuso e injusto que interponer una interpretación en cualquiera de estas claves, tan al gusto de una inteligentsia local que posa de ácrata, como de concepciones políticas que conceden existencia política exclusivamente a lo que tiene visibilidad institucional.
Parafraseando a Pier Paolo Passolini, quienes así razonan sólo se ocupan de “lo que acontece en palacio” y no de lo que sucede con la –últimamente tan mentada– “gente”. Y así –poniéndola cabeza abajo– invierten la cadena de sentidos, tomando por causa lo que es consecuencia. Y viceversa.
La partidocracia como protagonista
A este grosero equívoco deberíamos atribuir los ciclotímicos y desconcertantes humores subjetivos padecidos a lo largo de este 2015, encorsetado –casi exclusivamente– en clave electoral. Protagonista de esta errática deriva no ha sido la gente sino la partidocracia. Aunque, simultáneamente, no ha cesado de lanzar –a través de las estructuras mediáticas– redes de captura, de enorme ambigüedad y equivocidad funcionales, a desdibujar los perfiles político-ideológicos de las diferentes alternativas. Excepción hecha del PP, que con su proverbial desfachatez ha optado por mentir con descaro y negar lo evidente.
El PSOE, lanzado al intento de recuperar un perfil democrático y de izquierdas, no consigue aliviar el peso de la mochila neoliberal que le llevó a asumir la inclusión del Art. 135, y a formular la primera reforma laboral, posteriormente 'perfeccionada' por el PP. Las 'puertas giratorias' y los ERE de Andalucía –entre otras perlas– hacen el resto.
La mugre empieza a apestar debajo de las lentejuelas de esta mitad mala de “la nueva política”
La desfalleciente IU, intentó camuflarse –sin éxito- en Ahora en Común, logrando el dudoso mérito de hacer naufragar esta iniciativa por el conocido método de copamiento, para intentar mantener a flote una estructura partidaria arcaica, que sólo en los últimos años insinuó dar categoría de existencia al 15M y movimientos sociales. Hoy recupera algo de fuelle, con la afluencia de un activismo reactivo a las ambivalencias y oportunismos de Podemos, que temen se perfile como un PSOE 2.0.
Ciudadanos, aprovechó la desvencijada legitimidad del PP y la batería de significantes vacíos de impronta moralista sembrada por Podemos para dar clases de alquimia política. Osa proclamarse “de izquierdas”, sin asumir cualquier iniciativa de recuperación de derechos sociales frente al austericidio. Se reivindica ariete contra el capitalismo de amiguetes y la corrupción y, al mismo tiempo asume –sin rubor– a Luis Garicano –archiconocido neoliberal– como economista de cabecera. Una galería de personajes de derecha –incluso de ultraderecha– serían la sangre nueva que inaugurará un nuevo e incontaminado estilo de gobernar. Aunque la mugre empieza a apestar debajo de las lentejuelas de esta mitad mala de “la nueva política”. A sus trucos de prestidigitación les está resultando cada vez más complicado ocultar su impronta antisocial, misógina y belicista.
Finalmente Podemos, que dedicara 2015 a construir su estructura partidaria vertical y centralizada. Dejó de poner el cuerpo en “la calle”, desapareció de los desahucios, de las Marchas de la Dignidad y de las expresiones de la gente, limitándose a dejar en libertad de acción a los círculos que decidieran sumarse a lo que continuaba palpitando en la sociedad. Su único gesto de significación “exterior” fue el acto del 21 de enero en Sol, en clave de entronización plebiscitaria del líder y de su grupo áulico. Sería un gesto de alegre conmemoración dijeron, una fiesta popular. ¿Qué festejar, cuando los desahucios proseguían, la Ley Mordaza continuaba su trámite, los jóvenes desertando y el paro y los contratos basura arreciaban?
En su errático itinerario, se desdibujó como fuerza de oposición democrática radical. En evidente sintonía con esto emprendió la búsqueda de “la centralidad del tablero”, traducido como el voto moderado de clase media y del PSOE. Y es fácilmente cuestionable el autoatribuido mérito de artífice de Ahora Madrid. Desde Ganemos Madrid y los movimientos sociales se estuvo aguardando durante largos meses a que Podemos definiera la conveniencia –o no– de participar en procesos municipales. Alegaba que no podría garantizar presencia solvente en todos los ayuntamientos del Estado, sin percibir que dejaban así en evidencia la impronta partidista –de política clásica y convencional– que sustenta semejante formulación. Sólo después de largas horas de forcejeos políticos se pudo conseguir que Podemos admitiera –por única y exclusiva vez– el Sistema Dowdall para la elección de candidatos, habiendo optando de forma sistemática por las 'listas plancha', donde prima la fuerza del aparato y el tirón mediático de Pablo Iglesias y sus allegados.
Durante este largo 2015 Podemos ha sido uno más en contribuir a hacer de la política una empresa abstracta, de cálculo y especulación electoral, convirtiéndola en ejercicio triste y de simple delegación, retirándole la dimensión afectiva, potente, que asume en manos de “la gente”. Y en esta deriva abandonó el supuesto principismo “anti sopa de siglas” (que encubría la estrategia de eliminar y sustituir a IU en el espacio político compartido) optando por consumar las “sopas” que hicieran falta para tener chances electorales. Definió como escenario privilegiado de la lucha política la disputa presidencial del 20D. Y lo hizo en clave partidocrática, para lo cual desoyó el clamor por forjar candidaturas ciudadanas, unitarias, horizontales y participativas. Era la única fuerza política con posibilidades de dar el salto. No lo hizo.
Posteriormente su estrategia autorreferencial ha sido desmentida por el éxito de las candidaturas unitarias labradas en el interior del Estado (Barcelona, Galicia…), que elevarán notablemente la presencia parlamentaria de Podemos. Y no dudamos que sus últimos gestos en dirección a una mayor radicalidad democrática son los vectores que han catapultado sus ascendentes expectativas electorales para el 20D. En este contexto cabe preguntarse –en primer lugar– ¿qué habría sucedido si se hubiera conseguido una candidatura unitaria, participativa y horizontal que sustituyera el entramado de siglas e intereses partidarios que el 20D se disputarán la primacía electoral? Y, en segundo término, ¿cómo aceptar que esta –la institucional– es la mejor vía de expresión de la voluntad y de deseos de la ciudadanía?
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