Los partidos políticos de ámbito estatal mantienen su centro de operaciones en Madrid, pero los problemas del territorio no entran en los discursos de campaña.
Las elecciones del 20 de diciembre ponen en juego una de las bases del régimen del 78: el centralismo en que está basado. Así, Madrid y las relaciones de esta ciudad con el resto del territorio, especialmente Catalunya, es el asunto básico en el que transcurre la campaña y en el que se decidirá lo que pase el día después.
Sólo para modificar, aunque sea cosméticamente, esa relación, se llevará a cabo la reforma constitucional que los partidos de la "centralidad del tablero" quieren alumbrar.
Los cuatro grandes partidos que se presentan a escala estatal estarán separados por pocos escaños en la Comunidad de Madrid, así que será el "afuera" de esta comunidad el que establezca las mayores diferencias entre unos y otros.
Pese a esto, PP, PSOE, Ciudadanos y Podemos, con matices en el caso de este último –que no por casualidad se presenta con marcas diferentes en la mayoría de naciones históricas–, han hecho una lectura en clave "setentayochista" de estos comicios: la búsqueda del consenso entre los diferentes intereses que representa cada uno se ha supeditado a la reapertura de aquello que se cerró en falso con el cambio de régimen, muy en especial, la cuestión territorial.
Desvanecido en esa foto fija, que apunta a un reverdecimiento del consenso del 78 mediante una reforma constitucional, queda el pueblo o la ciudadanía de Madrid, relegada desde hace tiempo a un papel secundario por la omnipresencia de las administraciones del Estado en la vida política del territorio.
Asuntos como la privatización de la sanidad, la devaluación de la enseñanza pública o la problemática específica del precio de los alquileres y el aumento de los desahucios –siempre relacionados– pasan desapercibidos en la campaña electoral. Otros, como la migración, se presenta, pero con propuestas de cambio endebles.
Con el poder demasiado cerca, y al mismo tiempo igual de lejos que en cualquier territorio, la sociedad civil organizada está aprovechando la carrera electoral para presentar una serie de demandas que, por el altavoz que necesitan los partidos en estas fechas, son bien acogidas o al menos pasan a la carpeta de citas pendientes de las organizaciones políticas.
En concreto, la PAH y los grupos de vivienda, el movimiento social en mejor forma en el territorio madrileño, ha exigido una revisión de la política habitacional puesta en marcha desde la famosa ley de alquileres de Miguel Boyer (1985).
Las políticas públicas han olvidado cualquier consideración de la vivienda como un derecho, algo que la burbuja inmobiliaria no ha hecho sino profundizar. Una moratoria de los desahucios y la creación de un parque público de vivienda en régimen de alquileres sociales son algunas de las demandas trasladadas dentro de las llamadas "exigencias PAH" presentadas durante la campaña.
A nivel laboral, el área metropolitana de la capital muestra una tendencia, agravada con la crisis, a la extensión de la clase de los "trabajadores pobres". Son cientos de miles de personas con uno o más empleos que no llegan a fin de mes y tienen problemas de vivienda o suministro energético, que conviven en la misma ciudad con algunas de las mayores fortunas del país.
Madrid es la capital más segregada y con mayor desigualdad de Europa y a la vez el "milagro económico" que reivindica el Partido Popular en campaña para distanciarse de las oligarquías catalanas y vascas. Pero el problema de las relacionales laborales, el paro y los bajos salarios apenas ha contado en una campaña en la que la situación económica no juega un papel protagonista.
La auditoría de la deuda, otra de las reclamaciones de las organizaciones sociales, también ha quedado olvidada en campaña. Madrid, la ciudad con mayor deuda, ha iniciado los trabajos de diagnóstico de su deuda, aún muy en pañales.
Otros municipios también han dado pasos más cortos o decididos en esta materia. Mientras, a nivel estatal, el agujero en las cuentas públicas que ha dejado las inversiones en grandes infraestructuras fallidas, y en las que se ha respetado el beneficio de sus impulsores, ha pasado al olvido y sólo se menciona en espacios más reducidos por parte de partidos como Podemos e Izquierda Unida.
El continuismo o la puesta en marcha de nuevos megaproyectos ferroviarios o de transporte energético es el horizonte por el que apuestan los partidos neoliberales en estas elecciones como presunta solución al estancamiento económico.
De momento, el cambio de modelo productivo sólo funciona como un reclamo para aquellos votantes que han asimilado las lecciones provocadas por el estallido de la burbuja financiera e inmobiliaria en 2008.
Este artículo forma parte de una colaboración entre La Directa, Argia y Diagonal.
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