Es necesario visibilizar las situaciones de coacción más sutiles.
Lupe quería poner celoso a su novio y bailó Taxi con un desconocido en la discoteca. Él, que estaba borracho, la llamó zorra. La culpa, del alcohol y del amor incontrolable.
Marta no sabe que su novio la violó aquella noche en un camping. Ella no dejó tan claro que no quisiera follar y, luego, no estuvo del todo mal. Pedro prohibe a su hija salir de noche. Las malas personas salen de madrugada. Lo hace por ella.
Mario está muy agobiado por el trabajo, así que llega a casa cansado y se sienta delante del ordenador. Escucha de lejos lo que le cuenta su mujer y, después, bromea con sus amigos sobre su don para echar oído a tierra. Es una pesada.
Lupe y Marta jamás se reconocerían como víctimas del machismo; Pedro y Mario, incluso, lo condenan.
Frente al machismo más brutal y visible, ahora las mujeres nos encontramos con otras estrategias de coacción.
Luis Bonino, psicoterapeuta, en todas sus publicaciones sobre el tema desde los 90 llama micromachismos a estas actitudes más sutiles. Estrategias de "dominación", de "bajísima intensidad", "útiles", "insidiosas", "reiterativas" y "casi invisibles". Todos esos pequeños gestos cotidianos que merman nuestra libertad para lograr mantener así el statu quo de los hombres. Acciones no tan evidentes, menos brutas. Al fin y al cabo, más tolerables.
El término micromachismos ha suscitado críticas entre el movimiento feminista porque, inevitablemente, se tiende a pensar en actitudes menos graves, en pequeños gestos que no merecen tanta atención. Es lo que tiene lo micro, que nos interesa menos.
Las situaciones que denuncia el micromachismo engloban desde un piropo callejero a la indiferencia con la que se nos trata a las mujeres en muchos ámbitos de nuestras vidas. A pesar de entender las suspicacias que puede provocar el término, necesitamos hablar de sutilezas para que todas podamos identificar las violencias que sufrimos y que pasamos por alto: “Eso a mí no me pasa”. Ya.
A mí no me afecta
Las campañas de las instituciones públicas contra la violencia machista, en las que las protagonistas son mujeres que conviven con sus agresores, que incluso tienen hijos con él, que aparecen amoratadas sobre fondos imposibles, impiden que todas las víctimas del machismo podamos identificarnos en esa categoría.
¿Qué tengo yo que ver con esas mujeres que sufren las consecuencias del patriarcado si yo no vivo relaciones heterosexuales, no tengo hijos, si a mí nadie me ha dejado nunca un ojo morado? ¿Cómo se va a reconocer víctima con esas representaciones, una adolescente a la que su novio le ha pedido las claves de Facebook?
Sabemos que la máxima expresión del patriarcado son los asesinatos de mujeres; las cifras son escandalosas y la indiferencia de la sociedad, atroz. Pero, ¿sobre qué cimientos se sostienen estas muertas?
No es fácil reconocerse víctima del machismo. Tenemos por delante el reto de modificar el imaginario sobre la violencia machista: las imágenes que las representan y los discursos que la explican. A pesar de la estructura de hierro en la que está forjado el patriarcado, alivia pensar que en todo sistema hay grietas. Grietas y resistencias; lacayos y rebeldes.
El patriarcado es un sistema de organización social. Ellos hablan y nosotras callamos; ellos razonan y nosotras sentimos; producir y reproducir; la fábrica y el hogar. Es tal la distinción de funciones y espacios que resulta obvio que muchas no cabemos en ese molde.
Probablemente nadie lo haga, pero hay quien es más flexible. Ante las resistencias de las inadaptadas, el molde se esfuerza por reajustarse. Ya hemos detectado cómo funciona.
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