Felipe González escribió un prospecto. Solo que en vez del Omeprazol se puso a hablar de Cataluña.

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Por si era pequeña la deuda que la humanidad tenía con Felipe González, el estadista logró algo que parecía imposible: revitalizar el género epistolar. Este ya estaba en profundo declive en el siglo XX y, de hecho, las obras más significativas fueron las que dejaron Artaud, Arrabal o Tolkien. Es decir, ya no lo usaban más que los majaras.
Pero llega él, y con apenas un par de carillas escritas así de cualquier manera, lo resucita. Y, además, modernizándolo, adaptándolo a los nuevos tiempos de la modernidad líquida. Atrás quedan aquellos textos escritos con mimo y plenos de hondas reflexiones; atrás aquellos en los que la claridad estaba al servicio de la profundidad; atrás aquellas pequeñas luminarias de humanismo y belleza. ¿Quién iba a leer tales peñazos hoy? Felipe inaugura un nuevo modo de escribir epístolas: una docena de párrafos deslavazados, nulo estilo literario, ningún argumento, menos sentimiento y algunas advertencias aquí y allá. O lo que es lo mismo: Felipe González escribió un prospecto. Solo que en vez del Omeprazol se puso a hablar de Cataluña.
Habrá quien diga que, al cabo, el prospecto ya estaba inventado. Pero no así el prospecto epistolar político. Esto es idea suya. De hecho, no hay más que ver el fervor que su obra ha despertado entre los amantes de los estilos arcaicos. Ilustres plumas como las de Jiménez Losantos en El Mundo, Jose María Carrascal en el ABC, o una editorial de La Razón celebraron su gesta. José María Carrascal tituló entusiasmado: “¡Bien Felipe González!”. Así son los prospectos: generan unanimidades. Te podrás no tomar la pastilla pero no te pones a discutir las indicaciones.
Y, lo que tiene más mérito, en esos párrafos planos y esquemáticos, Felipe ha sido capaz de colar toda su visión del mundo. Cualquier persona normal necesitaría un recipiente argumental mínimamente elaborado para enmascarar su filosofía. Felipe no. Él es un genio: se expresa en cualquier mediocridad. Incluso parece una prueba más de su pregonada astucia. ¿Quién buscaría un subtexto oculto en semejante simpleza? Sin embargo ahí está, invisible entre la nada.
Felipe comienza con humildad. Antaño fue un líder mundial, sí, pero hoy no es más que “un ciudadano comprometido con ese espacio público, España, que compartimos durante siglos”. Curiosa visión de España y su “espacio público”. ¿Se refiere a la restauración borbónica? ¿A la dictadura de Primo de Rivera? ¿Al franquismo? ¿Qué siglos son esos del “espacio público” compartido? No parece la historia de España muy llena de espacios públicos. Y los pocos y breves instantes en los que se procuró el bien común fueron barridos de la historia y la memoria por las fuerzas que sí se repartieron España: la iglesia y el trono.
Felipe podría haber arengado a los catalanes y españoles de hoy a aliarse frente a las nuevas agresiones del neoliberalismo y el capital
Los catalanes siempre le dieron apoyo. “Incluso cuando éste era declinante en el resto de España”. A él, no al PSOE, cuyas siglas ningunea y no aparecen ni una sola vez en el prospecto. Por eso se cree legitimado para hablarles como ese padre amoroso que amonesta a los niños descarriados. Porque, al cabo, así los ve: quienes defienden el independentismo no son más que unos pobres tontolabas a los que Artur Mas “engaña”. No es una ciudadanía informada que adopta una posición política legítima. No, son unos peleles que siguen los disparates de unos iluminados que están “en el límite de la locura”. La comparación con los fascismos de Mussolini y Hitler reafirma la idea de una masa ciega conducida al desastre por un líder carismático. Felipe González interpreta la historia como los hechos de las élites. Desprecia e ignora los movimientos populares. La transición la hicieron él y cuatro más. La construcción de la “España social” y la “entrada en Europa”, él solito. Igualmente, el independentismo no es una construcción ideológica que la ciudadanía pueda, o no, defender racionalmente. Tal cosa no existe. En su mente, unos dirigen y otros siguen mansamente.
Además, el independentismo trae contraindicaciones. Cogido por los pelos habla del referéndum de Grecia aunque parece que no viene mucho a cuento y solo lo usa para fastidiar a Podemos. ¿Acaso no fue un referéndum legal organizado por un gobierno legítimo? Pero no, no se refiere a eso. Está en el subtexto: los referéndums, esas “trampas democráticas” no pueden utilizarse para contradecir “LA LEY”, que él pone así, con mayúsculas bíblicas. Así pues, en el caso de Grecia no había dos partes negociando sino una parte cuya palabra era LA LEY y otra que trataba de transgredirla. Tratar de transformar desde la negociación las condiciones que imponen las fuerzas del mercado se considera faltar a la LEY. Si se hace, el castigo está justificado.
Siguiendo la misma lógica neoliberal, Felipe se plantea qué ocurriría si en lugar de ser 28 los miembros que componen el Consejo Europeo, fuesen 200. Es lo bueno que tiene leer a estadistas: nos enseñan. Yo mismo desconocía que hubiese otros 172 casos equiparables al catalán. Gracias a él ya lo sé. De ocurrir tal fenómeno, ¿qué ocurriría con “la gobernanza”?, pregunta juiciosamente. Un término, “la gobernanza”, que se usa en la doctrina neoliberal para enmascarar la conversión del estado en un mero vigilante del libre mercado y justificar el gobierno de organismos financieros no democráticos como el FMI, o el Banco Mundial.
En su lugar podría haber hablado de “legitimidad”. Quizá esa sería la pregunta clave. ¿Tienen esos miembros del Consejo legitimidad democrática? Y, si la tienen, ¿acaso importa la cuestión numérica?
De hecho, sus preocupaciones van por esos derroteros. Cuando Felipe habla de la vinculación de Cataluña con América latina no pone como ejemplo manifestaciones culturales comunes sino que aconseja: “que le pregunten a los editores de Barcelona”, para más adelante insistir: “Pregunten a sus empresas, las que crean riqueza y empleo”. Extraña frase esta en boca de un socialista. Uno pensaba que eran los trabajadores los que creaban la riqueza a cambio de su trabajo. Pues no. Además, quedamos en que es la élite la que hace las cosas, no los pringados. Por no hablar de que esos trabajadores forman parte de esa plebe de pánfilos que sigue ciegamente a sus delirantes líderes. No así los ilustrados empresarios: pregúntenles a ellos, pregúnteles.
Sin embargo, por más que fantasee con la historia de España, Felipe no puede sino reconocer que “hemos pasado épocas de represión de las diferencias”. Unos cuantos siglos de nada. No obstante, “desde la llegada de Tarradellas se reconoce la diversidad y el autogobierno”. Exacto: así fue en su mente: mientras los ciudadanos pasmaban y se hurgaban la nariz como merluzos, Tarradellas, él solito, fundó el estado autonómico.
Es en esta España contemporánea donde encuentra el único ejemplo de la historia en que se trató con algo de respeto al pueblo catalán. Pero tenía otro más a mano. Si quisiera realmente animar a los catalanes a compartir un proyecto común con el resto de los pueblos que forman España, Felipe tenía un ejemplo magnífico. Un momento histórico en que todos pelearon juntos por un proyecto común de equidad, justicia social y respeto a las nacionalidades. Un momento histórico que sí puede calificarse como de “espacio social compartido”. Ese en que catalanes, gallegos, vascos y españoles se plantaron frente al fascismo, en defensa de la democracia, del laicismo, de la educación y del humanismo. Ese en el que todos pelearon codo con codo frente a la barbarie franquista. Y ese otro en el que compartieron exilio, muertos sin sepultura, persecución y miedo.
Felipe podría haber arengado a los catalanes y españoles de hoy a aliarse frente a las nuevas agresiones del neoliberalismo y el capital, que nos conducen a una noche tan oscura como la de entonces. Podría haber llamado a catalanes y españoles a compartir la lucha contra la pérdida de derechos civiles, contra el pillaje de lo público por esa clase política que tanto él como algunos independentistas representan; podría haberlos alertado contra la pérdida de soberanía en favor del mundo financiero. Podría haberlos convocado a construir una nueva historia en común que los uniese en los valores de ciudadanía, democracia y justicia social. ¡Qué maravilloso ejemplo tenía en el pasado! Pero no. Ese ejemplo a Felipe no le suena. Esa España de “espacio social compartido” no es la suya. Y ¿qué decir del PSOE? Por pobre y simplón que sea el texto escrito por el expresidente, es esta la única aportación intelectual que ese partido ha sido capaz de generar. Ver a Miquel Iceta o a Pedro Sánchez alabándolo como si estuviesen ante la mayor contribución humana a la ciencia política da la medida del páramo intelectual que habitan.
El ABC, Carrascal, Felipe, Pedro Sánchez, Rajoy, La Razón, El País… Lo extraño es que no quiera irse más gente.
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